La cordura de la locura - Peter Brook
El acto de interpretar es un acto de sacrificio, el de sacrificar lo que la mayoría de los hombres prefiere ocultar: este sacrificio es su presente al espectador.
Peter Brook
Contemporánea al cine de los jóvenes airados del Free Cinema inglés, y aunque por fuera del manifiesto de estos intelectuales, que modificaron las imágenes de la cinematografía británica con su pesimismo, la historia del cine le debe un lugar preponderante a una cinta que innovó la manera de filmar teatro o las adaptaciones que popularizaban las obras del hombre cuyo nombre es símbolo de la dramaturgia británica: William Shakespeare. Nos referimos a Persecución y asesinato de Jean Paul Marat representado por el grupo teatral del hospicio de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade (The Persecution and Assassination of Jean-Paul Marat as Performed by the Inmates of the Asylum of Charenton Under the Direction of the Marquis de Sade, Peter Brook, 1968).
Hablar de las relaciones entre el teatro y el cine sin tener en cuenta a Marat-Sade, como se la conoce más popularmente, sería ignorar un hito de importancia para ambas artes. Porque, aunque impulsada por la energía cercana del Free Cinema, esta obra de Peter Weiss se inspira en el Teatro de la Crueldad, impulsado por Antonin Artaud, quien influido por el simbolismo y el surrealismo, proponía cambios en los términos clásicos de consumo teatral. Para Artaud, el teatro debía funcionar como liberador de las energías reprimidas en el ser humano, para lo cual pensaba en puestas en escena donde no faltaban los conjuros, las luces dirigidas al espectador y los accesorios novedosos, que intentaban borrar los límites entre la escena y el público. Su deseo era recuperar lo sagrado del teatro, esa magia de ceremonia iniciática que tuvo en sus comienzos.
Marat-Sade es una rara avis que bebe del Teatro de la Crueldad de Artaud, pero también se inspira en el Teatro Pobre, de Jerzy Grotowski, para quien el teatro es una comunión espiritual entre el actor y el público, donde puede faltar la luz, la música, el vestuario, los decorados e, incluso, el texto. Es el actor, con sus propias herramientas (el cuerpo y la voz), quien realiza el ritual que llevará a los espectadores a la catarsis.
La tercera influencia fundamental de Peter Brook es, obviamente, Bertold Brech y su teoría del Teatro Épico, que se opone a la representación clásica, para proponerle al espectador tomar parte en el espectáculo. Es decir, el espectador debe darse cuenta del artificio y enterarse que está ante una ficción para que adopte una posición crítica y pueda transformar su realidad.
Marat-Sade fue presentada en el teatro británico en 1964 por la Royal Shakespeare Company, dirigida por un joven Peter Brook. La obra alcanzó un gran éxito, incluso fuera de las fronteras del Reino Unido, lo que impulsó al director a ampliar aún más su espectro de difusión, llevándola a la pantalla en 1967 con el mismo elenco que lo había acompañado en el teatro.
Peter Brook había descollado ya en la historia del cine con una pieza que quizá hoy no se recuerde, pero que en los años sesenta se enmarcaba en la Nouvelle Vague y era todo un alegato contra la clase media y su aburrida existencia: la adaptación de la novela de Marguerite Durás, Moderato Cantabile, donde la tragedia sobrevuela a una pareja interpretada por dos jóvenes y talentosos actores franceses, Jeanne Moreau y Jean-Paul Belmondo.
Además de una cantidad de adaptaciones de obras de Shakespeare, Brook pasará a la historia por haber realizado también la trasposición de El señor de las moscas (Lord of the flyes, 1963) y el biopic de Gurdjieff, Encuentro con hombres notables (Meetings with the remarkable men, 1979). A pesar del alto nivel de los títulos mencionados, no será sino Marat-Sade la película que lo descubrirá para el resto del mundo como el director de cine sobresaliente que es este teórico, capaz de reflexionar sobre la función del teatro, cuya plasmación más destacable se encuentra en su libro, El espacio vacío.
Marat-Sade transcurre en 1808 y recrea el asesinato de Jean-Paul Marat (Ian Richardson) por Charlotte Corday (Glenda Jackson), a través de la escenificación que para los internados en el manicomio de Charenton realiza el marqués de Sade (Patrick Magee), también recluido allí durante los últimos años de su vida. Tanto Sade como Marat fueron contemporáneos, así que lo que se establece, en esta obra de teatro (una tragedia cuyos parlamentos van acompañados de coro, música y danzarines), es un debate imaginario entre los dos hombres que fueron testigos (y víctimas) de la Revolución Francesa y que instalan en escena una serie de ideas que trascienden el mero hecho histórico para tratar temas universales.
Construida a la manera de las cajas chinas, el film se podría desglosar en tres instancias, encerrada una dentro de las otras: la del film, la de la representación teatral de Sade y la historia que se narra. El film acoge en su seno las dos representaciones restantes, al incluir dentro del cuadro a un público que se asoma como silueta recortada en negro ante las rejas que lo separan del escenario. Y es en la segunda instancia, la de la representación con público, donde sobresale la figura del director del asilo y sus intervenciones para conducir la obra por un discurso "políticamente correcto" (en el que se hable del pasado sin referencias al presente, que no se discuta sobre religión o que no se desborden los locos, porque se caerá su tesis de que con arte se curarán), que le permita salir airoso de la prueba de su gestión. Al fin y al cabo, para eso es que ha aupado la representación.
El heraldo (un simpático y camaleónico Michael Williams) nos ubica en la historia y nos anticipa qué veremos. Su vestimenta amarilla y su tricornio rompen con la imagen en tonos blancos y ocres del entorno. Con su sonrisa permanente y los ojos desorbitados, irá marcando cada escena de la obra y compondrá las trifulcas grupales. Esos desmanes de la masa que reclama igualdad, haciéndose eco del guión que deben interpretar. De esa manera, se lima la frontera entre realidad y ficción. Una situación que se repetirá varias veces y tendrá un papel determinante al final del film. La figura del director y su familia serán funcionales cuando se desaten las pasiones en esos seres, contenidos por camisas de fuerza y dos enfermeros gigantes.
El escenario está ubicado en los baños del manicomio, vistos a través de las rejas que lo separan del público anónimo. La cámara se permite transgredir la frontera enrejada e involucrarse con los personajes, sea en planos generales, como en planos muy cercanos y, muchas veces jugando con el enfoque y desenfoque de las figuras. Ahí vale destacar la escena en que Sade le da la palabra a Marat. Se lleva a cabo a través de un travelling lateral que va desde un extremo a otro del escenario, enfocando sólo los primeros planos de Sade a la izquierda, el del heraldo al centro y el de Marat a la derecha. El grupo de actores secundarios quedará en un segundo plano desenfocado, una especie de masa movediza en tonos grises. En otras oportunidades, la cámara realiza recorridos con el grupo de vocalistas que parodian las acciones del director y su familia... o, como cuando Sade convence a Charlotte de hacerse de un puñal para asesinar a Marat, la cámara realiza un limpio recorrido de 360° en torno a los dos actores.
La austeridad de la puesta en escena arroja un escaso inventario de utilería, compuesta por objetos del lugar: baldes arrinconados, que servirán para volver a poner en su sitio a los actores cuando vuelven a su condición de locos, las plataformas de madera con que se cubren las doce bañeras, ubicadas concéntricamente. Los tablones servirán para construir una muralla, para convertirse en rejas de la prisión o fungir de guillotina, debido a su forma trapezoidal. Las tuberías de agua permitirán, con la apertura y cierre de los grifos, lograr el sonido ambiental en momentos culminantes o llenar de vapor la escena en que se representa la pesadilla de Marat. Las alcantarillas serán parte de un instrumento para lograr sonidos que contextualicen la acción. Por último, una tina, donde Marat encuentra alivio para su enferma piel, ocupará el centro del escenario y hasta allí se dirigirán los personajes de Sade y de Corday para interactuar en diálogos de gran riqueza política y filosófica. Marat en su tina está inspirado en "La muerte de Marat", el famoso cuadro de Jacques Louis David.
La representación de la tragedia ofrecerá una escena monocroma, apenas rota por manchas de colores planos, como la capa amarilla del Heraldo o el maquillaje rojo y los sombreros negros de los bufones. Lo demás estará en los gestos de unos personajes delirantes que merecen que el espectador se detenga en cada uno de ellos para poder disfrutar del increíble trabajo que Peter Brook ha logrado con sus actores. La gravedad del rostro de Sade, con su profunda mirada oscura; el semblante de un enfebrecido Marat, que se confunde en la pasión política y el dolor corporal; la melancólica y somnolienta Charlotte Corday, que entona una hermosa canción a modo de monólogo al ser presentada a los espectadores; un furibundo Roux, sujetado por una camisa de fuerza y sus parlamentos censurados; el Heraldo que trata de poner paños fríos cada vez que los diálogos se escapan del guión dramatúrgico... y el "más brillante de nuestros maníacos sexuales", Monsieur Duperret.
Los escasos elementos del ambiente y los recursos gestuales de los actores son aprovechados funcionalmente para ilustrar, por ejemplo, la virginal y seductora imagen de Charlotte, a través de las líneas que recita Sade, en contraposición con la imagen que ofrece la chica adormecida, que no logra mantenerse en pie y no puede estar más lejos del ideal descrito por el marqués. O cuando Sade es castigado a latigazos, mientras el cabello de Charlotte recorre la piel del hombre, simulando el lamido del cuero sobre la espalda, el ruido del azote final es conseguido con objetos de utilería (el bastón del heraldo repasa la reja de una alcantarilla). Del mismo modo, se representa la condena de centenares de individuos, a través de una fila de seres sucios y desdentados, que van desfilando frente a la guillotina e inclinan violentamente la cabeza ante cada golpe del bastón contra el suelo. Allí, Peter Brook incluye una nota de humor. Mientras los que mueren son seres anónimos, vemos al verdugo derramar sangre. El rojo rompe la monocromía del conjunto. Cuando el que va a la guillotina es el rey (un muñeco construido con alimentos que luego serán devorados por la masa), la sangre del balde será azul.
Mención aparte merece el maravilloso monólogo de Charlotte Corday, poco antes de visitar por última vez a Marat. En una especie de flashforward, Corday comparte su temor por la suerte que seguramente le espera. El nivel de descripción de los momentos por los que pasa el cuerpo antes de llegar a la cuchilla, mientras se espera la ejecución y luego que rueda la cabeza, no puede venir sino de la mente tortuosa de Sade.
El duelo verbal entre el marqués y el revolucionario toca temas como la religión, el futuro de la revolución o la finalidad de la vida y la muerte. Allí, Sade hace gala de su escepticismo, cuando habla de una naturaleza totalmente indiferente ante la muerte de los hombres, quienes al llegar al fin de sus días hunden su decrepitud en el estiércol de la tierra. No hay futuro para el marqués, sólo decadencia. En su desilusionada visión de la existencia, pronuncia: "Aunque odio a esta diosa insensible (la naturaleza), veo que los grandes actos de la historia han seguido sus leyes. La naturaleza enseña al hombre a luchar por su felicidad. Y si él debe matar para lograr esa felicidad, entonces el asesinato es natural. El hombre es un destructor. Pero si mata y no obtiene placer en ello, es una máquina. Debería destruir con pasión, como un hombre. ¡Cuán delicada es la guillotina con respecto a la tortura! Ahora todo es oficial. Condenamos a muerte sin emoción. Y no hay muertes personales y singulares, sólo una muerte anónima y devaluada, que podríamos dar a naciones enteras de forma matemática hasta que llegue la hora en que se acaben todas las formas de vida".
Marat, el hombre que actúa, que interviene esa naturaleza silenciosa de la que habla Sade, llega a la siguiente conclusión: "Cuando nuestra revolución finalmente sea extinguida y les digan que las cosas son mejores ahora, no se engañen. Aún si no se ve la pobreza porque ha sido escondida, aún si tienen más dinero y pueden comprar más cosas nuevas e inútiles. Aún si parece que nunca han tenido tanto. Es el lema de aquellos que tienen mucho más que ustedes. Si les dan palmaditas en la espalda y les dicen que ya no hay desigualdad sobre la que hablar y que ya no hay razones por las que luchar, no se engañen. Si les creen, ellos tendrán todo el control en sus casas lujosas y sus bancos de granito, desde donde le roban al mundo bajo la excusa de traerle la libertad...".
No muy lejos del pesimista futuro que presiente Sade está la premonición de Marat. Una frase que encuentra eco en la realidad política y económica de nuestro tiempo. Aunque los diálogos estén dichos por alguien que vivió doscientos años antes, poseen una vigencia que se respalda con los últimos acontecimientos. ¿No hay en ese reclamo político algo del M15 de los Indignados? ¿No nos resulta familiar lo que dice Marat en relación a la crisis financiera del 2008? Y cuando se refiere a esos poderosos que "los mandarán a proteger sus riquezas en una guerra. Sus armas desarrolladas rápidamente por científicos serviles se volverán cada vez más hacia los mortales, hasta que puedan, en un simple gesto, despedazar a millones de ustedes" ¿no es un eco de las últimas intervenciones de las grandes potencias en territorio musulmán?
Marat-Sade es la mejor representación de cómo la escena teatral y la dinámica cinematográfica se conjugan para lograr una obra singular, de marcada voluntad política y con una contemporaneidad pasmosa. Y aunque haya varias obras que cumplan con alguna de estas características, hemos preferido detenernos en esta película, porque es más que teatro filmado, es más que un film sobre el teatro, es más que un espectáculo para espectadores pasivos. Es la conjunción de Artaud, Grotowski y Brecht, evolucionados en la mágica fórmula de Peter Brook.
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