LA FENOMENOLOGÍA:
EL TRAYECTO DE KANT A HUSSERL
EL TRAYECTO DE KANT A HUSSERL
Rafael Echeverría, Ph.D.
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Pte. Honorario de la FICOP
2017
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Pte. Honorario de la FICOP
2017
La práctica del coaching ontológico es una suerte de fenomenología asistida. Lo que caracteriza al coach ontológico es su capacidad para asistir a la persona que le ha solicitado ayuda, que le pide hacer algo que ésta no sabe hacer por sí misma: observar la forma como hace sentido de lo que le sucede. Dicho de otra manera, se trata de ayudarlo a “mirar su mirada”, a “observar cómo observa” sus experiencias y desafíos. Ello se realiza con el propósito de considerar la posibilidad de transformar esta mirada, de cambiar el tipo de observador que esa persona ha sido, de manera que pueda generar los resultados a los que aspira y que, hasta ahora, le han sido esquivos.
Pues bien, para hacer eso es necesario hacer fenomenología. De allí que sea importante que todo coach ontológico tenga un conocimiento básico de lo que ello significa, de dónde viene este concepto y qué está implicado en él. Procurar hacer fenomenología sin saber lo que es, suele ser sin duda problemático.
Hacer fenomenología, es importante advertirlo, es lo opuesto a una forma de operar que ha devenido frecuente en el ejercicio de muchos coaches, caracterizada por apoyarse en “repertorios” previamente aprendidos, repertorios que se combinan y repiten una y otra vez. Repertorios que otros utilizan y que se procuran imitar. El coaching de “repertorio” no es coaching ontológico. Ello no sólo degrada esta práctica, sino que representa la negación de lo que debe ser el coaching ontológico.
¿Qué significa hacer fenomenología? Esta es la pregunta que procuraremos responder en esta columna.
La fenomenología se constituye como una rama de la filosofía a partir de la importante contribución realizada por el filósofo alemán Edmund Husserl (1859-1938). El término, sin embargo, antecede a Husserl y para llegar a él es preciso explorar estos antecedentes. El primer uso del término remite a mediados del siglo XVIII y apunta a su raíz griega, designando el estudio de las apariencias.
La noción de fenomenología está influenciada por la contribución filosófica de Immanuel Kant (1724-1804), en la segunda mitad de ese mismo siglo. Es importante detenerse en la propuesta filosófica de Kant pues ella representa una crítica radical y explícita al programa metafísico. Gran parte de la filosofía moderna posterior estará marcada su filosofía. Muchos la consideran como uno de los puntos más destacados del pensamiento filosófico moderno.
Es importante advertir que no expondremos la filosofía de Kant. Sólo nos limitaremos a abordar un tema específico al interior de su filosofía, tema que confiere sustento al desarrollo fenomenológico posterior. Para Kant, el pensamiento humano puede plantearse infinitas preguntas, pero, no está en condiciones de responder a muchas de ellas. Estas últimas son, particularmente, las preguntas de carácter metafísico, que procuran dilucidar el carácter de la realidad, la creación del mundo, el sentido último de la vida, la eventual existencia de Dios y la inmortalidad del alma.
Las respuestas a estas preguntas tienen el efecto de extraviar el conocimiento y lanzarlo por la senda de lo arbitrario. El argumento de Kant es que no nos es posible responder estas preguntas por cuanto el conocimiento humano no puede acceder a las “cosas en sí”, tal cual ellas son, al ser de las cosas. Todo conocimiento, está condicionado por las formas que son inherentes al propio conocimiento humano, por su estructura subyacente. Esta estructura subyacente es anterior y autónoma en relación a cualquier experiencia y, por lo tanto, se dan a priori. Ello implica, entonces, que todo conocimiento lleva siempre implícito los elementos de su propia estructura. Entre ellos, destacan las coordenadas del tiempo y del espacio y las relaciones de causalidad.
Según Kant, el carácter de las cosas, como asimismo el carácter de la realidad, nos es inaccesible. Sólo podemos acceder a las cosas tal como ellas se nos manifiestan, como se nos “muestran”, dada la estructura de la conciencia humana. Ello implica trazar una distinción entre los noumenos, las cosas en sí, que nos son inalcanzables, y los fenómenos, que dan cuenta de la forma como las cosas se nos manifiestan, de las apariencias que ellas asumen frente a la conciencia humana. El conocimiento humano está limitado sólo al conocimiento de los fenómenos. Cualquier pretensión de ir más lejos, más allá de los fenómenos, es vana. La filosofía de Kant destruye la inocencia con la que tradicionalmente habíamos concebido el conocimiento humano. Desde entonces, ha sido muy difícil reestablecerla. Cuando la inocencia se pierde, no es fácil recuperarla.
Al trazar Kant los límites del conocimiento humano, niega la posibilidad de que podamos alcanzar verdades absolutas. Ello no implica rechazar que las cosas sean de una determinada manera, sino tan sólo aceptar no nos es posible acceder a ellas tal cual son. La afirmación de un mundo trascendente no puede sustentarse en la razón y en la capacidad efectiva del conocimiento, sino tan sólo en la fe. Sostener la verdad de un mundo trascendente, no es tan sólo el postulado de un mundo fuera de este mundo, sino también de un ámbito que se encuentra más allá de la razón o de una razón extraviada, que se sitúa fuera de sí, más allá de sus propios límites.
Nuestro entendimiento está sustentado, por lo tanto, no en nuestra capacidad de acceder al ser de las cosas, como lo pretendía la metafísica, sino en los acuerdos y consensos que seamos capaces de establecer entre los seres humanos. Ello nos ofrece cierto grado de seguridad y nos permite operar en el mundo no de manera racional, sino razonable. No nos es posible aspirar a más. La seguridad que nos proporcionaba el mundo trascendente, postulado por la metafísica, y que supuestamente alcanzábamos a través del ejercicio de una razón pura, queda ahora sometido al ámbito de una razón práctica, que se despliega en la convivencia con los demás y en la seguridad que esta convivencia pueda proporcionarnos.
En el dominio de la racionalidad práctica, Kant entra en una esfera diferente. Desde allí, cabe preguntarse ¿qué mueve a los seres humanos levantar las preguntas metafísicas que no les es posible responder? Su respuesta es el miedo. La experiencia del vacío nos produce pavor. Pero el mismo hecho de levantar tales preguntas pone en evidencia otro elemento del que Kant busca hacerse cargo. Las preguntas que levantamos son expresión, a nivel del pensamiento, de nuestra libertad. Y es esa libertad la que ahora es preciso llevar al dominio de la racionalidad práctica que rige la convivencia social.
El tema de la libertad le plantea a Kant un problema difícil. Cuando miramos un determinado comportamiento desde fuera, dada la forma de nuestro conocer, podemos siempre asignarle causas y entenderlo como un comportamiento necesario que hace desaparecer la libertad. Sin embargo, para quién está realizando dicho comportamiento y tomando las acciones que éste conlleva, la libertad resulta incuestionable. Él o ella saben que podrían haber actuado distinto y, con ello, haber alterado el trazo de lo necesario. Para el agente, para quién actúa, su libertad no está en duda. Ello conduce a Kant a una perspectiva forzosamente dual en el tratamiento de la libertad. Acepta que es posible observarla tanto desde fuera, que lleva a su negación, como desde la perspectiva interior propia del agente, a quién le es imposible desconocerla.
La preservación mutua de la libertad es el criterio fundamental que Kant esgrime para asegurar las mejores condiciones de convivencia. En este sentido, su propuesta es profundamente liberal. Ello se expresa en lo que Kant define como el imperativo categórico de la convivencia social: no hacerle a otro lo que uno no quisiera que le hicieran a uno. Ello implica reconocer que mi libertad limita con la libertad de los demás. Es a través del ejercicio recurrente de la libertad individual, en una comunidad que garantiza a todos sus miembros el derecho a ese mismo ejercicio, que los seres humanos deben aprender a encarar el miedo al vacío.
Dejemos a un lado el tema de la racionalidad práctica, del miedo al vacío y de la libertad. Desde el punto de vista del nacimiento de la fenomenología, lo que interesa en la filosofía de Kant es el planteamiento de que el conocimiento humano sólo accede a los fenómenos y no siéndole posible alcanzar el ser de las cosas y el carácter último de la realidad. Es en ese contexto que es preciso situar la filosofía posterior de Edmund Husserl, pues éste arranca precisamente de la premisa señalada por Kant.
Husserl tuvo como maestro – como sucediera también con Freud – a Franz Brentano (1838-1917), filósofo neotomista y, por lo tanto, reminiscente de los planteamientos de Aristóteles quién, a diferencia de Platón, sustentaba sus indagaciones en una mirada hacia la realidad empírica. Brentano postulaba que no es posible examinar los fenómenos de la conciencia sin reconocer – algo no había hecho Kant – su carácter direccional. Ello implica que la conciencia humana no puede ser estudiada por sí misma, aislada de aquello a lo que se dirige. Toda conciencia es siempre una conciencia-de-algo. La conciencia es relacional, conlleva una intencionalidad que proyecta al sujeto hacia aquello de lo que tiene conciencia, sea esto algo exterior o interior.
Según Husserl, el conocimiento, hasta entonces, se había volcado fuertemente hacia los fenómenos del mundo exterior, sin conferirle una importancia equivalente a los fenómenos o las experiencias de conciencia. Husserl reivindica la necesidad de un empirismo propio de los fenómenos de conciencia. Es lo que hemos llamado al inicio, la necesidad de mirar la mirada. El desarrollo de este proyecto intelectual es lo que se ha llamado fenomenología.
Es importante advertir que Martin Heidegger (1889-1976), quién fuera durante un tiempo ayudante de Husserl, toma algunos de los lineamientos desarrollados por éste. Más allá de las diferencias entre ambas filosofías, la noción de Heidegger del Dasein, o ser-en-el-mundo, como unidad del ser humano existente, recoge esta dimensión relacional de la conciencia postulada por Husserl.
Husserl desarrolla una indagación en lo que llama una fenomenología “pura” o “trascendental”, en la que explora la estructura esencial de la conciencia. No es éste el camino que a continuación seguiremos, pues nos parece que aporta poco a la práctica del coaching ontológico. Más que las conclusiones a las que Husserl llega sobre la estructura esencial de la conciencia, nos interesa la fenomenología como modalidad de acercamiento – o, si se quiere como metodología a seguir – frente a los fenómenos de la experiencia tal como ellos se expresan en la conciencia. Es allí donde reside su mayor contribución a la práctica del coaching ontológico. Por lo tanto, más que una fenomenología “pura”, nos interesa entonces una fenomenología “práctica”.
El acercamiento fenomenológico posee dos aspectos que consideramos de gran importancia: la noción de epojé y la importancia que reviste el “mostrar”.
Comencemos con el primero. Siguiendo a Husserl, el acercamiento fenomenológico requiere de una disposición particular que Husserl caracteriza utilizando el término griego de epojé (o epoché), que significa suspender juicio, soltar nuestros presupuestos o colocar entre paréntesis. Se trata de ser capaces de asumir una actitud particular que nos conduce a abrirnos a todo cuanto el fenómeno sea capaz de mostrarnos, reduciendo las diversas interferencias que pudieran impedirlo.
Es muy importante entender esta disposición pues ella resulta un determinante en la práctica del coaching ontológico. Como lo hemos argumentado en otra parte, esta misma disposición es decisiva en lo que denominamos el camino de una reflexión ontológica no metafísica. Por lo tanto, siguiendo esta particular disposición no sólo se hace coaching, sino que también se investigan ontológicamente los más diversos temas que puedan interesarnos. De lo que se trata es de instituir una mirada capaz de conducirnos a mirar en forma diferente lo que hemos estado acostumbrados a mirar de otra forma.
Son al menos tres los factores que la mirada fenomenológica nos sugiere poner entre paréntesis o “suspender”, de manera de evitar sus interferencias.
En primer lugar, es necesario “suspender” el conjunto de presupuestos y conocimientos que la tradición nos entrega sobre aquello que estamos observando. Se trata de hacer un esfuerzo deliberado por impedir que ellos afecten nuestro acercamiento a lo que observamos y contaminen a priori nuestra mirada. Se trata, por lo tanto, de recuperar una mirada inocente que se acerca al fenómeno como si lo hiciera por primera, permitiendo que éste nos sorprenda, nos asombre y pueda revelársenos de la manera más transparente posible. Hemos hablado de una mirada inocente. Ello implica que suspendemos los juicios que se precipitan en calificar lo que observamos de una u otra manera, que predeterminan la interpretación y el sentido que le vamos a conferir y, por consiguiente, bloquean de antemano lo que el fenómeno pueda revelarnos. Ello implica algo equivalente a la presunción de inocencia con la que un tribunal debe encarar un juicio de culpabilidad.
Un segundo factor de la epojé guarda relación con el papel que asumen en la conciencia el objeto hacia el cual esta se dirige. No podremos nunca prescindir del hecho de que la conciencia va a estar dirigida hacia algo, hacia un objeto. Pero el interés de la mirada fenomenológica está orientado hacia la mirada, más que hacia lo mirado. Es la mirada lo que constituye el centro de atención de la fenomenología. La mirada que se constituye al dirigirse hacia su objeto.[1]
El tercer factor de la epojé es el propio observador que está aplicado en la observación del fenómeno correspondiente de conciencia. De lo que se trata es de concentrarse en la experiencia que estamos examinando, prescindiendo frente a las posturas personales que tengamos frente a este tipo de experiencias. Nuestras posiciones personales frente a ellas dan lo mismo.
Hay una amplia literatura fuertemente influenciada por el acercamiento fenomenológico. Uno de los autores más destacados en esta línea es Marcel Proust (1871-1922). Su obra A la búsqueda del tiempo perdido recoge múltiples ejercicios fenomenológicos. Proust toma sus experiencias del pasado y las examina lenta y detenidamente, pasando sucesivamente por las variadas capas de sentido que en ellas se van progresivamente manifestando. Un ejemplo muy citado es aquel que tiene lugar cuando, al despertar, Proust iba a la habitación de su abuela a saludarla, mientras ésta tomaba su desayuno en la cama. El texto se concentra en el momento en que la abuela tomaba una “madeleine”, esos panecitos dulces que hacen en Francia, los untaba en su café y se lo daba a comer a su nieto. Proust se concentra en esta experiencia y observa detalle a detalle las vivencias que ello le producía. Mientras lo describe, el Proust que está haciendo la descripción desaparece por completo. Toda la atención está volcada en la experiencia examinada.[2]
La epojé de la que nos habla Husserl involucra, por lo tanto, una actitud de desprendimiento. Es como entrar desnudo a las experiencias personales que busco comprender. Un coach que entra en la interacción nervioso, asustado, inseguro, hace con ello que su presencia interfiera en la propia interacción. No alcanza la transparencia necesaria. Su ego se interpone a ese fluir sin roces, sin fricciones, que requiere la interacción. Si está apegado a determinados repertorios, herramientas o protocolos, si se apura en apoyarse en sus competencias y conocimientos, no sólo pierde espontaneidad, sino que impone una presencia inadecuada, que no es conducente a los resultados que de él o de ella se esperan.
Todo lo anterior nos permite comprender mejor una de las consignas del acercamiento fenomenológico y que se suele articular en términos de “¡A las cosas!”, “¡A los hechos!”, “¡A las experiencias mismas!”. Se trata de sumergirse en ellos, soltando, desprendiéndonos, de todo aquello de lo que hemos ya hablado. Esto no siempre es fácil. Se trata, muchas veces, de visitar lo conocido, como si fuera la primera vez, para descubrir en lo que frecuentemente era familiar, aspectos reveladores y previamente desconocidos. Ese es el secreto de la perspectiva fenomenológica. En ello reside también su inmenso poder y su capacidad de deslumbrarnos.
Hemos dicho que hay otro aspecto que es preciso rescatar de la perspectiva fenomenológica. Se trata de la importancia del “mostrar”. Ello se conjuga en dos direcciones diferentes que operan normalmente en sentido contrario. Por un lado, en permitir que la experiencia, el fenómeno que estamos tratando, se manifieste, se “muestre” en su mayor plenitud. No lo olvidemos, los fenómenos remiten a las apariencias, a las cosas tal como ellas se nos muestran. Es muy importante, por lo tanto, el permitir que ellas puedan manifestarse en sus más variadas dimensiones. Ello implica saber esperar, tener paciencia, no apurar las cosas.[3]
Esta distinción entre un lenguaje que no sólo demuestra, sino que posee también el poder del mostrar, será uno de los elementos destacados de la filosofía de Ludwig Wittgenstein (1889-1951), uno de los fundadores de la filosofía del lenguaje, a quién nos referiremos en una de nuestras próximas columnas. Cabe advertir que la capacidad del lenguaje para mostrar y no sólo para demostrar y argumentar, es uno de los pilares de nuestra mirada ontológica al quehacer educativo y elemento clave en el diseño de nuestras propias prácticas pedagógicas.
Con el propósito de situar al lector, cabe señalas que la fenomenología, inaugurada inicialmente por Husserl, se extiende al trabajo de varios otros filósofos que le confieren un sentido muchas veces diferente. Entre ellos cabe mencionar a Heidegger, quien desarrolla una fenomenología existencial, y Merleau-Ponty (1908-1961), quien incorpora al cuerpo como factor importante de la experiencia fenomenológica.
[1] Tomemos un ejemplo de una interacción de coaching. La persona a la que estoy atendiendo me declara que tiene un problema con su pareja y me pide ayuda. Lo que caracteriza el trabajo del coach ontológico no es el participar en la resolución del problema, tal como éste fue declarado, sino examinar y evaluar, por un lado, la manera como éste es formulado. Es muy posible que nuestra intervención deba concentrarse en reformular el problema en términos distintos, reformulación que muchas veces puede conducir a una disolución del problema declarado. Por otro lado, el coach debe también examinar lo que pueda estar interfiriendo en la capacidad de esa persona en hacerse cargo, por sí misma, del problema presentado, de manera de poder tomar las acciones que conducen a su resolución. Frecuentemente ambos caminos se combinan.
El foco del trabajo del coach ontológico está en la persona que consulta y no en la que, supuestamente, es señalada como causante o parte involucrada del problema, tal ésta aparece en la versión que se le entrega al coach. Esto representa un aspecto central en la práctica del coaching ontológico. El coach ontológico concentra su trabajo en el coachee y no en las personas a las que éste se refiere.
El coaching ontológico no consiste en aplicar los conocimientos y las experiencias previas del coach a la interacción. Antes de cualquier eventual aplicación de conocimientos, es preciso garantizar una escucha no contaminada, frente a lo que nos revelará el coachee. Tal como sucediera con la diosa griega Afrodita, el coach ontológico procura entrar virgen a cada una de las interacciones que inicia y, por tanto, en sentido figurado, reconstituye su himen.
Sus caminos de interpretación y de intervención no están predeterminados. Se trata de diseñar trayectos hechos siempre a la medida de la singularidad de su coachee. En ellos es posible que se incorporen experiencias, competencias y conocimientos del pasado, pero ellos sirven y son convocados a partir del carácter único de la interacción. Hay, en este sentido, una diferencia cualitativa entre una consulta a un médico, quién nos recomendará un procedimiento pre-establecido, de acuerdo a la condición pre-definida que detecte a partir de su diagnóstico, y una interacción de coaching ontológico.
¿Implica esto que debemos desprendernos de todo presupuesto y de todo conocimiento anterior? No. Primero, por cuanto ello no es posible. Segundo, por cuanto nuestra capacidad de comprensión de lo que nos plantee el coachee, requiere y se sustenta en nuestros presupuestos y aprendizajes previos. Se trata tan sólo de impedir que ellos comprometan nuestra apertura frente a un ser que es siempre único y diferente de nosotros. Se trata tan sólo de “poner entre paréntesis” estos presupuestos y conocimientos, de manera de no comprometer nuestra escucha de un otro diferente de nosotros.
[2] Algo equivalente sucede en la práctica del coaching ontológico. Durante la interacción, el coach, como tal, con sus preferencias y posiciones frente al tema que se plantea, desaparece. Esta desaparición quizás desconcierte a algunos, pues es evidente que la presencia del coach y de sus acciones son indiscutibles. No es posible desconocer que el coach está jugando un papel muy activo en la interacción. Pero, a pesar de eso, hay algo en esa presencia que falta. La persona concreta que es el coach, con sus deseos y opciones propias, es transparente.
Se trata de una situación curiosa. Hay una sensación de una gran presencia y, a la vez, de una gran ausencia. La presencia se manifiesta en su capacidad de volcarse hacia el otro, de estar allí para el otro, de hacerle preguntas, de levantar opciones. Pero quizás lo central es que esa presencia está al servicio de hacerle de espejo al coachee, da manera que pueda verse y descubrirse a sí mismo desde una perspectiva que no le era habitual. Se trata de que él pueda manifestarse como el fenómeno que es. Ese es el rol que se espera del coach: hacer de espejo del otro. Ello muchas veces se manifiesta en algo curioso, extraño. La voz del coach, para el coachee, no pareciera provenir del coach, sino de las profundidades de su propia alma. Las preguntas que aquel le hace son consideradas como si fueran preguntas propias.
[3] El coaching ontológico es una interacción que se saborea, que se desarrolla sorbo a sorbo, al ritmo de la capacidad de manifestación que las experiencias mismas nos imponen. Son ellas y no nosotros los que van marcando la velocidad. El coaching ontológico no se hace apurado. Esta es la primera modalidad del mostrar.
Hay, sin embargo, una segunda modalidad. Ella consiste en “mostrar de vuelta”. Y esta es tan importante como la modalidad anterior. Una vez que el fenómeno se ha mostrado y al hacerlo revela progresivamente dimensiones que previamente no éramos capaces de apreciar, es preciso que el coach le devuelva al coachee lo que se ha revelado, lo que ha quedado en evidencia, lo que subvierte la mirada inicial que el propio coachee traía.
Este retorno que el coach debe realizar con su coachee no es de carácter argumental. No se trata de probar nada, de demostrar nada, de enseñarle nada. Se trata de “mostrárselo”, de descorrer la cortina, para el coachee “vea” lo que antes no veía y, a partir de ello, pueda ahora tomar acciones que antes no podía. Al hacerlo, al cambiar su mirada frente a sus propias experiencias y al poder tomar ahora – autónomamente, como ejercicio de su libertad – las acciones que previamente estaban fuera de su horizonte de posibilidades, el coachee descubre que ello conlleva a una transformación del tipo de ser que previamente era. Y la transformación, la superación del ser que éramos, es el elemento central que define al coaching ontológico. Aunque no ha habido enseñanza, el aprendizaje registrado resulta evidente. Está a la vista.
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