Cortázar: ‘Alejandra nunca tuvo nada que ver con la Maga’
“Respondo a tu pregunta” —le escribe Julio Cortázar a Ana María Barrenechea, querida amiga suya y estudiosa de su obra, en una carta fechada en París, el 30 de marzo de 1982—: Alejandra nunca tuvo nada que ver con el personaje de la Maga”.
La cita es corta, pero da mucho para explicar. La Alejandra que se menciona es Alejandra Pizarnik, una de las más reconocidas y a la vez más misteriosas poetas argentinas. Vivió en París de 1960 a 1964 y allí conoció a Cortázar. Se suicidó en Buenos Aires en 1972, a sus 36 años. La Maga es el personaje femenino emblemático de Rayuela, la obra más conocida —y la más polémica— de Julio Cortázar (1914-1984) publicada en junio de 1963, hace 50 años.
“No me sorprende del todo tu pregunta —continúa Cortázar en su carta— porque en estos últimos años he oído más de un rumor totalmente infundado con respecto a Alejandra y a mí; hay quienes piensan que fuimos amantes en Europa, hay otros que hablan de largos viajes juntos”.
Queda claro, entonces: la Maga no es Alejandra. ¿Pero en quién se inspiró entonces Cortázar para crear ese personaje que, más allá de su autor, vive en las páginas de Rayuela cautivando a sus viejos y nuevos lectores?
Mientras se devela semejante misterio, hay otra historia que contar. Una historia que más parece un cuento del propio Cortázar. “Lo que puedo decirte a vos —le escribe en tono de confesión a Barrenechea—, y te pido que no lo digas a nadie, es que dos meses después del suicidio de Alejandra me llegó una carta muy breve de ella, sin fecha, acompañada de una foto suya, tomando sol desnuda en una playa. Podés imaginarte lo que eso significó para mí; jamás he sabido quién envió esa carta, o si su envío estaba previsto por la misma Alejandra”.Rayuela. A 50 años de su publicación, Rayuela sigue siendo un tema de la conversación literaria. Cuando apareció en 1963, puso a Julio Cortázar en la primera línea de la narrativa latinoamericana del momento, que algún editor con olfato bautizó como el boom.
Hasta entonces, el escritor argentino, que se autoexilió a París en 1951, había publicado tres libros de cuentos —Bestiario (1951), Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959), una novela, Los premios (1962), y un libro inclasificable de textos breves atravesados por el humor: Historias de cronopios y de famas (1962).
Pero Rayuela poco o nada tiene que ver con su obra anterior. Es, como su autor la llamó desde el principio, una antinovela. En su forma más superficial, no es un libro sino (por lo menos) dos. “El primer libro —se advierte en un Tablero de Dirección en la primera página— se deja leer de forma corriente, y termina en el capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin”. El segundo libro empieza en el capítulo 73 y sigue un orden que no es lineal: un sistema de remisiones envía al lector a distintas partes del libro, atrás o adelante.
Pero en ese aparente juego —que en su momento desconcertó a los lectores y ahora para muchos es intrascendente— hay un sistemático cuestionamiento a la forma de la novela —el género moderno por definición— y al lugar del autor y del lector en su construcción. Así, podría decirse que Rayuela es una novela y, al mismo tiempo, una negación de la novela: una escritura y su reverso, un orden que construye minuciosamente los procedimientos de su propio desorden, una búsqueda del centro que acepta de antemano que no existe un centro.CARTAS. A lo largo de su vida, Cortázar escribió miles de cartas que giran de una u otra manera en torno a su creación literaria. Podría decirse que su correspondencia es una suerte de prolongación de su obra, un comentario marginal y dialogado a su vida de escritor. En 2000, Aurora Bernárdez, su primera esposa, compiló tres volúmenes de su correspondencia que suman más de 1.800 páginas. En su segunda edición, en 2012, esa compilación creció a cinco volúmenes y sumó otras mil páginas.
Para un lector de Cortázar navegar por esas páginas puede ser una fuente de inagotables revelaciones. No sólo hay mucha y útil información sobre su vida y su obra, sino también un estilo de escritura muy grato y ameno. Cortázar logró en sus cartas el tono de una conversación, de un diálogo desenfadado y agudo.
Jean Barnabé es uno de sus corresponsales más fieles. Por los datos dispersos en las cartas se puede saber que es francés, que vive con su esposa en Montevideo. Cortázar le tiene confianza pero también un formal respeto. Nunca deja de ustearlo. En una carta el 17 de diciembre de 1958, está la primera referencia a lo que será Rayuela.
“Terminé una larga novela que se llama Los premios. Y que espero leerán ustedes algún día”, le cuenta en esa misiva. Y continúa: “Quiero escribir otra, más ambiciosa, que será, me temo, bastante ilegible; quiero decir que no será lo que suele entenderse por novela, sino una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. Pero todavía no veo con suficiente precisión el punto de ataque, el momento de arranque; siempre es lo más difícil, por lo menos para mí.”
Seis meses después, Cortázar ya está en plena faena de escritura. Y esa escritura está acompañada de una necesidad reflexiva. El 27 de junio de 1959, en otra carta a Barnabé dice: “La verdad, la triste o hermosa verdad, es que cada vez me gustan menos las novelas, el arte novelesco tal como se lo practica en estos tiempos. Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica ese género”.
Pero las preocupaciones de Cortázar no son meramente literarias, tienen un correlato con la manera de entender la realidad. “Lo que creo —le dice a Barnabé— es que la realidad cotidiana en que creemos vivir es apenas el borde de una fabulosa realidad reconquistable, y que la novela, como la poesía, el amor o la acción, deben proponerse penetrar en esa realidad”.
La idea de que la realidad cotidiana, tal como se la percibe por la costumbre o por los hábitos de la razón, encubre otra realidad “fabulosa” o más verdadera está emparentada con los postulados del Surrealismo. Cortázar llegó, en 1951, al París de la posguerra, al París del Existencialismo y del último reinado de André Breton. Y para el Cortázar de Rayuela, como para los surrealistas, el espacio en el que se puede ejercitar el quiebre de la realidad cotidiana para penetrar en otra realidad no es ningún bosque encantado, sino la ciudad. Y la ciudad es, por definición, París. Rayuela será también, cuando esté escrita, una novela de París, una ciudad de los pasajes que permiten pasar de una realidad a otra.
Pero eso es adelantarse. Para el Cortázar que a mediados de 1959 le escribe a Barnabé hay una consecuencia de sus reflexiones. Dice: “Esto es lo importante: para quebrar esa cáscara de costumbres y vida cotidiana, los instrumentos literarios usuales ya no sirven (…) Mi problema, hoy en día, es un problema de escritura, porque las herramientas con las que he escrito mis cuentos ya no me sirven para eso que quisiera hacer antes de morirme”
A fines de 1959, Cortázar y su esposa, Aurora Bernández, regresaron a Buenos Aires por unos meses. No fue, por lo que dice en sus cartas, un reencuentro muy feliz con su país. Hay una circunstancia que contribuyó a ese sentimiento: la muerte de su padrastro la noche de fin de año. Meses después le contará a Barnabé: “La dialéctica de muchos cuentos míos se cumplía rigurosamente: era para reírse. ¿Usted imagina una fiesta de fin de año en que las dos familias están reunidas, bebiendo y festejando, y en ese momento, como un final de teatro minuciosamente preparado, alguien cae muerto en medio de las copas de champaña?”
Pero en esa visita a Buenos Aires sucede un hecho que tendrá grandes consecuencias para Cortázar como escritor y para la historia de Rayuela: conoce a Francisco Porrúa, editor de Sudamericana. Porrúa, Paco para los amigos, inmediatamente cierra trato con Cortázar para publicar en Argentina Los premios y le anima a reunir los textos breves escritos en 1952 que resultarán en Historias de cronopios y de famas. Pero sobre todo es el inicio de una larga y entrañable amistad.
En agosto de 1960, desde París le escribe a Porrúa una carta en la que discute detalles de la edición de esos dos libros. Y casi al final, le suelta lo siguiente: “Un día le pediré que lea lo que estoy haciendo ahora, y que es imposible de explicar por carta, aparte de que yo mismo no lo entiendo. Ignoro cómo y cuándo lo terminaré: hay cerca de cuatrocientas páginas, que abarcan pedazos del fin, del principio y del medio del libro, pero que quizás desaparezcan frente a la presión de otras cuatrocientas o seiscientas que tendré que escribir entre este año y el que viene…”. Ese algo que está haciendo es Rayuela. LIBRO. Y ese día finalmente llegó. En enero de 1962, no sólo el libro ya está terminado, sino que Cortázar ya ha recibido en París, después de un largo proceso para afinar los detalles de la edición, las pruebas de imprenta de Rayuela. “Quizás te interesa saber cómo he reaccionado —le escribe entonces a Porrúa que para entonces ya ha pasado del usted al vos—. Yo mismo estoy abrumado por la ambición del libro, y por lo que en algunos momentos llega a conseguir. Es realmente uno de esos despelotes que (sólo se dan) de tiempo en tiempo, no te parece.”
Y luego se extiende en un asunto que puede resumir sus expectativas con relación a Rayuela. “He tenido que vigilar cuidadosamente mis reacciones mientras corregía —escribe—, porque más de una vez he sentido que se hubiera salido ganando de acortar o suprimir determinados capítulos o pasajes.
Pero cada vez me he dado cuenta de que al pensar eso, quien pensaba era ‘el hombre viejo’, es decir que era, una vez más, una reacción estética, literaria. Una reacción en nombre de ciertos valores formales que hacen la gran literatura. Y vos ya conocés lo bastante a Morelli para saber que el viejo lo que quiere es hacer polvo esos valores porque le parecen la máscara podrida de un orden de cosas todavía más podrido”. Morelli es un personaje de Rayuela, un escritor que está trabajando un libro —una especie de espejo de Rayuela— en el que reflexiona, precisamente, sobre la novela. Horacio. Alejandra Pizarnik no tuvo nada que ver con la Maga de Rayuela. Lo dice Cortázar en la carta citada al inicio. Cuando la escribió, en 1982, ya estaba enfermo y quizás sabía que iba a morir. (Eso sucedió dos años después, el 12 de febrero de 1984.) Una lástima, hubiese sido lindo que Alejandra tenga algo que ver. La Maga es el personaje femenino de Rayuela así como Horacio Oliveira es el personaje central. ¿Se inspiró en alguien para crearlo? Las cartas, otra vez, son la fuente de la revelación.
El 6 de junio de 1962 le escribe a Fredi Guthmann: “He pensado mucho en vos estos últimos tiempos, porque mi próximo libro, que se llamará Rayuela va a ser el libro donde me vas a encontrar a fondo, donde vos y yo hemos dialogado muchas veces sin que lo supieras. No es que seas un personaje de la obra, pero tu humor, tu enorme sensibilidad poética, y sobre todo tu sed metafísica, se refleja en la del personaje central. Por suerte no hay nada autobiográfico en ese libro, pero en cambio he puesto todo lo que siento frente a este fracaso total que es el hombre de Occidente. Contrariamente a vos, el personaje central no cree que por los caminos de Oriente se pueda encontrar una salvación personal. Cree más bien (y en eso se parece a Rimbaud) que il faut changer la vie, pero sin moverse de ésta. Entrevé esa vieja sospecha de que el cielo está en la tierra, pero es demasiado torpe, demasiado infeliz, demasiado nada para encontrar el pasaje.”
Ése es, sin duda, Oliveira. Pero, para cerrar, hace falta saber quién era Guthmann. Cortázar diría que era un verdadero cronopio. Nació en Argentina en 1911 —tres años mayor que Cortázar—, fue viajero, poeta, fotógrafo. Conoció a Bretón en los años 30. Navegante solitario en la Polinesia y explorador de islas desconocidas. En París se relacionó con Artaud y Cioran. En 1949 viajó a la India para estudiar con los grandes maestros de los Upanishads. Murió en 1995. Leyó Rayuela. En una carta del 24 de septiembre de 1963, Cortázar le dice: “Valía la pena escribir Rayuela para que alguien como tú me dijera lo que me has dicho. Ahora empezarán los filólogos y los retóricos, los clasificadores y los tasadores, pero nosotros estamos del otro lado, en ese territorio libre y salvaje donde la poesía es posible y nos llega como una flecha de abejas, como me llega tu carta y tu cariño”.
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