“Pensé que sólo los peces la movían de esa forma” por Efraim Medina Reyes
tomado de la pagina:http://www.resonancias.org/content/read/339/
(O como perder los pocos amigos que te quedan)
Nací en una pequeña bella y hedionda ciudad rodeada de piedra. Una postal que huele a mierda a doscientos kilómetros. Cuando se vive en la mierda es difícil captar las diferencias. Uno se acostumbra rápido a los olores y los pierde y con ellos se va cierta conciencia y cierta dignidad. Ciudad Inmóvil suelo llamarle y no digo que la odie mientras camino por la orilla de su mar podrido, mientras camino entre turistas tumbados en la arena bajo el sol como enormes camarones, mientras espanto manadas de vendedores y masajistas que se pelean por migajas. Nunca fui feliz allí pero tuve buenos amigos para compartir la ironía y las borracheras. Como en cualquier ciudad sobraban los poetas y faltaban buenas putas. A mí me gustaban las chicas gordas así que rodé de una en otra sin encontrar lo que un hombre debe saber antes de morir. Y después fui por las flacas, las medianas, las pequeñas y una de ellas me partió el corazón. Duele mucho cuanto te parten el corazón, es como si te arrancaran el alma por la boca. Entonces odié más aquella ciudad, la odié piedra a piedra, balcón a balcón. No podía aceptar que me pateara el trasero sin una última noche vibrante. Por ella había descendido al más frío manicomio, había trabajado en una pulcra oficina seis meses, había abandonado a tres mujeres con mejores tetas que ella, había hecho el ridículo en technicolor. Por ella había matado a un hombre. Pero eso no cuenta cuando el frío te entra por el culo y te congela los nervios. Durante varios días anduve por los bares de Ciudad Inmóvil como la sombra de un perro enfermo y luego me dije: no puedo con esto. Dios, no puedo. Y no pude. Una noche metí mis cosas en una raída maleta y me largué de allí con el rabo entre las piernas. Unos días antes le había escrito una carta. Ciudad Inmóvil, abril, 1989. Basta girar una vez con los ojos cerrados para extraviarse en otras dimensiones. A ti no te gustaba ese juego, decías que te bajara pronto. Supongo que te sentías cómoda en esta dimensión. Como te dije alguna vez los hijos de la luz son más crueles y ahora ya sabrás que tipo de secuelas deja una vida sometida a otros. Decirte que no espero que te pudras sería mentir y ya no hace falta porque el amor acabó y el vacío no requiere engaños. Aposté con Marianne que lo harías mejor sin mí y ahora debo reconocer mi derrota, y no era para tanto mujer, en cambio ella... Yo sigo girando con los ojos cerrados, obedeciendo la llamada del fuego, viviendo sobre el filo y con la certeza que nadie sabe lo que pierde hasta que lo tiene (es una digresión que tú sabrás entender, creo). Sé que tarde o temprano todos tenemos que decir adiós y que eso es lo que hace que las abejas zumben y los pájaros canten, hace que los pájaros rían. Sé que Marianne tenía razón, que debí renunciar a ti enseguida y no engañarme con los sucesivos olvidos y los falsos amores, debí saber que a tu sombra nada veraz crecería pero ya ves, no era el tipo duro que soñé ser y... Como dijiste esa tarde, es mejor el cariño de los idiotas, hay menos riesgo (jo, jo, jo). Bueno, ya tienes al idiota que tu madre soñó. Y yo seguiré destrozando bares, seduciendo tipas de cualquier calaña, bebiendo hasta caer; seguiré siendo la perfecta coartada de tu marido y así tu madre podrá decir: te lo dije, ese tipo no pasará de ser un fracasado, un patán sin escrúpulos, un... (en cambio él luce tan limpio y sosegado) Al menos de algo te sirvo. El sujeto que raya la tiniebla es un desconocido, mi dolor es anónimo, y sí jamás te di lo mejor de mí es porque lo mejor de mí es al mismo tiempo lo peor: huecos en el corazón, noches demenciales, crímenes secretos, suicidios invisibles, huecos en el cráneo. Voy demasiado lejos, querida, no querrías quemarte, ¿cierto? Soy el enemigo del planeta verde, el señor incendio, tu amante pérfido. Soy el dios que falló. Y pensar que vimos tantos amaneceres, que hicimos una que otra cosa intensa, que hasta conocerte pensaba que sólo los peces podían hacerlo de esa forma, que nuestra temporada en el infierno dio que hablar... (me pregunto que tiene de malo un entierro de tercera si al final todo es polvo) Y sin embargo algo dañino e indescifrable pasó pero de eso no se puede hablar, y quizá no valió la pena toda esta carnicería si al cabo en tu cabeza sólo entró agua y... (El automóvil en el fondo del patio se desgasta, las ratas devoran su corazón) Llegué a Bogotá un mediodía. Me bajé del autobús y caminé hasta un parque. No tenía idea de dónde estaba ni cuál sería mi próximo movimiento. Nunca antes había estado aquí y mirando las montañas me sentí perdido. En una banca esperé que mi mente atrapara una idea fantástica, algo que me pusiera en marcha hacia algún objetivo pero en vez de la idea llegó un viejo que olía peor que Ciudad Inmóvil a pedirme dinero. —Estás en el lugar equivocado—le dije. El viejo se echó a reír y enseguida empezó a insultarme. Me quedé allí muy quieto, mirando aquel cuerpo donde alguna vez vivió un ser humano. Sus ojos tenían un bello color lila y su frente era amplia y poderosa pero dentro sólo quedaban cadáveres de insectos. Se cansó de no causarme nada y se fue a joder a otro. Tras él vino un chico a venderme marihuana y le compré un poco y fumé hasta que la sensación de fatiga dio lugar a un mundo de ansia erótica donde cada rama de árbol tenía sentido. En mi raída maleta tenía los fragmentos de una posible novela y en mi bolsillo dinero para tres de noches en un hotel de mala muerte. Una chica me sacó de las ramas y me pidió una calada del bareto y así nos hicimos amigos. Su madre alquilaba habitaciones.—No tengo mucho dinero —dije. —Hay una buhardilla —dijo ella. —De verdad tengo muy poco. —Yo convenzo a mi madre por el primer —me dijo mientras chupaba el bareto con ojos soñadores—. Después miras como te rebuscas. La Buhardilla era mínima pero caliente como el culo de una gallina. Silvana (así se llamaba la chica) y yo nos hicimos amantes. Sigue siendo una de los amores más bellos que jamás tuve. Sus ojos pardos me rondan cada noche y todavía no entendí bien por qué se suicidó, pero eso es otra historia… En el piso de esa buhardilla me doblaba cada noche a terminar mi novela. Silvana me había prestado una vieja Olivetti a la que le faltaba la letra G. El título de la novela le gustaba mucho: No te aferres a nada que no puedas abandonar en 5 segundos. Una tarde discutimos y
para traerla de vuelta le escribí una carta:
Ilustración: Sebastián de Neymet
Bogotá, junio, 1989 La tarde todavía se sostiene, un fuerte y apacible sol se cuela entre los edificios y llena de oro las hojas de los árboles. Hay silencio aquí, quizá inquietud. Supongo que cada minuto tiene su propia explicación y que esto no es deliberado. Había un mensaje en el contestador pero sin pistas sobre horas y espacio. Sólo tú sabes la naturaleza de tus actos, a mí me queda la distancia y el hueco entre dos líneas anaranjadas. Quizá debería salir a cumplir ciertos compromisos pero me asusta no tener noticias tuyas y que entremos, en algún laberinto, si me apresuro. El reloj sigue impasible, a él no le importa. Sabes que te quiero mucho y quizá podrías llamar en algún momento. Esto no es trágico si pienso que al momento siguiente tu dulce voz en el teléfono borrará los segundos asesinos y todo podrá correr otra vez. Los ojos de las liebres en la noche, cuando los ilumina el faro de cualquier auto, son como pequeños soles sorprendidos. No sé cuánto podré esperar porque el tiempo mío también cuenta; sé que los corazones giran, que a veces todo se complica en la mente: la mente es capaz de crear sus propios enigmas con la sola intención de atormentarse. Respiro y pienso en trampas sobre la dura línea de esta noche. Respiro y veo autos, gente cruzando, todos tratan de llegar pero no todos pueden lograrlo. Los vagones del miedo están repletos, no sé en cuál viajo. La tarde, las conversaciones en el césped, la maravillosa conversación, la inesperada sonrisa. ¿Por qué jamás nadie puede imaginar como sería? La tarde se apaga contra mi piel en la pequeña buhardilla que sin ti es pura cárcel, pura tumba, pura ilusión con mugre. En esta clase de momentos detesto escuchar mi instinto. Preferiría ser nadie en relación conmigo, quizá un duende sereno que observa como dos obreros despedazan su mundo. ¿Para qué un portazo cuando basta con decir adiós? Mis palabras son asteroides entre bruscas constelaciones, nadie podrá jamás abrir la secreta puerta, nunca bastará el riesgo, nunca será suficiente. Las sombras degradan cada hoja de oro, cada pensamiento, cada posible estación. Me levanto y giro dejando que la música consuma este ápice de luz negado a tus ojos. Supongo que todo tiene una explicación pero éstas sólo se bastan a sí mismas; lo que eterniza este instante no podrá rebasarse, aquí estarás por siempre como el eco invisible de un golpe absurdo, como la memoria de un acto inocuo, como la eficiente tarde que aún espera por ti… En alguna entrevista dije que Bogotá había sido mi sueño americano y no bromeaba. La novela que traje en aquella maleta se quedó allí, la ciudad no sólo me dio chicas lindas y suaves de oscuros corazones si no que cambió para siempre el tono de mis historias. Nunca me importó demasiado lo que decía en mis libros, lo importante para mí era cómo decirlo. Las ideas han vagado por la historia del mundo, las ideas son frías y repetidas como noches en Alaska. No quería acumular ideas ni inventar una religión, quería expresar códigos estéticos porque era el lenguaje con que había crecido. Mis amigos y yo compartíamos un tipo de lenguaje pero la densidad de ese lenguaje hecho de western y cine underground, de rock y viejas canciones populares, de rubias forradas en cuero que robaban bancos y huían en autos rojos, de vecinas trigueñas a las que robábamos besos en las calurosas esquinas de Ciudad Inmóvil, de pescadores cuyo sueño era llegar al Madison Sguare Garden y convertirse en campeones mundiales de boxeo, de son antillano y neoyorquino, de putas inalcanzables que se casaban con políticos y reinas de belleza que adornaban el mercedes benz de algún mafioso, de sueños con Sharon Stone, sueños de mestizo al límite, de mestizos viendo mundos fragantes en la tele para luego dormir en la mierda. Bogotá se metió en mis temores y dinamitó ese mundo. Durante el final de los ochenta y comienzos de los noventa anduve por ahí saltando sobre los destrozos de alguna bomba y puliendo mis palabras, dándoles la aguda forma que Bogotá dejaba en mí, en aquel chico alto que con una maleta raída llegó un mediodía para quedarse. No sé qué tan bueno sea vivir en otro lugar, que cambiaría de lo que soy y lo que hago, ni siquiera me lo pregunto, me gusta estar echado aquí sin saber la razón. En aquella buhardilla tuve la misma sensación de ahora, es como sentirse justo y apropiado, como entrar a la fiesta correcta y entrarle a la chica de la barra con la frase que espera. Silvana se fue y siguen cientos de nombres pero Silvana se queda. Después que dejé la buhardilla nos vimos unas pocas veces y dos años más tarde alguien me contó que se había suicidado en un taxi. La noticia de su muerte coincidió con el viaje de Ma-pi, una chica de Québec con quien estaba viviendo y que también me dejaba. Como hago siempre que el dolor me acosa escribí una carta dirigida a Ma-pi: Bogotá, diciembre, 1992 Ayer se suicidó Silvana (aquella quinceañera que visitaba mi buhardilla). Se pegó un tiro dentro de un taxi. Supongo que la revista People no ha dado noticias al respecto. Durante meses estuve pensando llamarla y ahora es tarde, me dije, quizá Ma-pi siga en la Rue Morgan y empecé esta carta. No tenía nada en mente, apenas cosas sueltas como: mi madre me llama dos veces al mes y dice que al auto lo jode la lluvia y no sabe qué hacer. Cuando dejé Ciudad Inmóvil prometí recogerlo en dos meses y lleva años varado en su patio (le han caído mil aguaceros y mil soles, está lleno de telarañas y una gata ha parido varias veces en el asiento trasero, hasta los duendes viven allí). Imagino que estás por acabar la universidad y Heidegger será tu caballito de batalla. Pobre Ma-pi enamorada de las ideas, pobre chica profunda y pesada como una roca en el fondo del mar. No te enfades, lo de Silvana me tiene muerto, pensé que era una fanfarrona... Los poetas cojonudos sólo hablan consigo mismo, jamás entran al baño ni escriben cartas lloronas, y ella creyó que era uno, se entregó a mí, dijo: enséñame el camino, dame tu amor y toma mi cuerpo, eres un poeta, cuida de mi poeta. Decirme eso. Glup. Ella no era famosa ni pobre, no tenía nada que probar, no era negra ni sabía de Jimmi Hendrix, sólo lo hizo. Ella no usaba drogas, no es el típico caso de People o Cosmopolitan: es el corazón solitario que cojea en las noches invernales, es la distancia alejándose por un largo pasillo en silla de ruedas, son los estrechos pasadizos de nuestra conciencia, la confianza puesta en otros. Odio la gente que confía en mí: cuando confías en alguien marcas un límite, esa confianza es una gruesa pared que se supone no debes derribar pero nada es más tentador; es como un pastel dominguero en la mesa de un orfanato, como una chica desnuda en el camerino de un boxeador, como un billete de cien dólares a la salida del cinema. Cuando confías en alguien despiertas su diablillo trasgresor. Confiar es sucio, es decirle al otro: no puedes traicionarme porque moriré. Eso no cabe entre gente auténtica, ¿cómo diablos puedo jurar lealtad, si ya eso sería traicionar mi propia naturaleza? Dejar tu confianza en una persona es obligarla a respetar un código, y sí confías en ella para qué necesitas que jure, para que la pones contra la pared y le exiges promesas. Poner condiciones me asquea, sobre todo aquella de sin condiciones.
Sé que te fuiste amargada, que te aplasté a preguntas y ya qué... No hay nada especial ahora, escucho a Dizzy, sus delirantes soplidos me empujan, y pienso en Silvana: solía decir que odiaba a su madre (esto no es una pesquisa, ¿quién rayos no ha odiado a su madre?) y no entendía porqué. Era un odio abstracto, sin origen. La odiaba como se odia el sabor de alguna fruta o el agua fría en invierno; odio puro, sano e inmóvil. Odio sin delaciones ni enigmas, al parecer la madre le correspondía, se trataba de un vínculo más entre ellas. Me gustaba verla, se reía de mis juicios. Escribió algunos poemas, mi favorito dice: menos el asesino todos los demás son víctimas/las víctimas corren hacia los viaductos/y el interior de iglesias abandonadas/El asesino camina las calles/es arrogante y hermoso/Menos él todos saben que van a morir/El está en la esquina fumando/luego se va a casa/se afeita/besa a su chica/Menos el asesino todos los demás tienen culpa. Detesto saber que se ha ido, nunca puse cuidado cuando hablaba de matarse. En una ciudad uno tiene que moverse, no importa lo que haga, tiene que moverse. Es posible tumbarse dieciséis horas a consentir la pena pero luego hay que volver a empezar. El personaje Slacks de Boris Vian tiene algo encantador… Se trata de una mujer que conduce un auto con la vista fija en la carretera a la espera que un perro se atraviese para hacerlo papilla, sólo así se excita. Pero eso queda atrás mientras preparo la cena y hablo con Marta. Ella tiene un timbre de voz que me gusta, no importa lo que diga, el sonido es suficiente.
—Eso depende —dice ella. —Sí, eso depende —digo. —¿Escribiste aquel poema? —¿Cuál? —El de los tipos de ausencia —dice. Me acuerdo de dos personajes de Salinger. Ramona, la hija de Eloise. Una niña miope que duerme en el borde de la cama para no aplastar a su amigo imaginario. Y Muriel. Una chica que duerme mientras el marido se destapa los sesos con una Ortgies calibre 7,65. Es descorazonador pensar en ello mirando como crecen las pastas en el agua caliente. Me pongo a recitar el poema que le gusta. Hay dos tipos de ausencia /En una el ausente no regresa / En la otra el ausente no parte / Una está atravesada de sol / La otra empaña el cristal y seca el pasto ya seco / Una convierte el ruido en aventura / La otra es un largo domingo sin revistas.
Sé que te fuiste amargada, que te aplasté a preguntas y ya qué... No hay nada especial ahora, escucho a Dizzy, sus delirantes soplidos me empujan, y pienso en Silvana: solía decir que odiaba a su madre (esto no es una pesquisa, ¿quién rayos no ha odiado a su madre?) y no entendía porqué. Era un odio abstracto, sin origen. La odiaba como se odia el sabor de alguna fruta o el agua fría en invierno; odio puro, sano e inmóvil. Odio sin delaciones ni enigmas, al parecer la madre le correspondía, se trataba de un vínculo más entre ellas. Me gustaba verla, se reía de mis juicios. Escribió algunos poemas, mi favorito dice: menos el asesino todos los demás son víctimas/las víctimas corren hacia los viaductos/y el interior de iglesias abandonadas/El asesino camina las calles/es arrogante y hermoso/Menos él todos saben que van a morir/El está en la esquina fumando/luego se va a casa/se afeita/besa a su chica/Menos el asesino todos los demás tienen culpa. Detesto saber que se ha ido, nunca puse cuidado cuando hablaba de matarse. En una ciudad uno tiene que moverse, no importa lo que haga, tiene que moverse. Es posible tumbarse dieciséis horas a consentir la pena pero luego hay que volver a empezar. El personaje Slacks de Boris Vian tiene algo encantador… Se trata de una mujer que conduce un auto con la vista fija en la carretera a la espera que un perro se atraviese para hacerlo papilla, sólo así se excita. Pero eso queda atrás mientras preparo la cena y hablo con Marta. Ella tiene un timbre de voz que me gusta, no importa lo que diga, el sonido es suficiente.
—Eso depende —dice ella. —Sí, eso depende —digo. —¿Escribiste aquel poema? —¿Cuál? —El de los tipos de ausencia —dice. Me acuerdo de dos personajes de Salinger. Ramona, la hija de Eloise. Una niña miope que duerme en el borde de la cama para no aplastar a su amigo imaginario. Y Muriel. Una chica que duerme mientras el marido se destapa los sesos con una Ortgies calibre 7,65. Es descorazonador pensar en ello mirando como crecen las pastas en el agua caliente. Me pongo a recitar el poema que le gusta. Hay dos tipos de ausencia /En una el ausente no regresa / En la otra el ausente no parte / Una está atravesada de sol / La otra empaña el cristal y seca el pasto ya seco / Una convierte el ruido en aventura / La otra es un largo domingo sin revistas.
Ilustración: Sebastián de Neymet
Se queda pensativa. Otros textos donde me hago el duro y me las doy de misógino han provocado cruentas discusiones. Su punto de vista me ha hecho caer en cuenta de lo inflado que suelo ser. Una vez me preguntó si me gustaría que Laura Elisa (mi adorada sobrina) leyera ciertas cosas que escribo. Laura vive en Ciudad Inmóvil, cada día la extraño: tiene ya catorce años, voz de algodón de azúcar, y su mente es como mil parques de diversiones. Es la única que sabe que soy el Rey Reptil, nadie más conoce mi personalidad secreta. Comemos y hablamos. En la radio hay baladas de Joe Dassan, mi cantante favorito de todos los tiempos. Después ella lava los platos y me recuerda comprar unos guantes. Su sola presencia destruye aquellos aburridos veranos de Ciudad Inmóvil repletos de nalgas insoladas, toallas multicolores y aceite de coco. Observo su mano girando sobre el borde de un plato y recuerdo que anoche, cuando subía por las Torres del Parque, de repente me sentí amenazado. Sin detenerme miré alrededor, no había nadie. Entonces imaginé que una bala salía de entre los árboles y atravesaba mi corazón; alcancé a ver mi cuerpo, tumbado en mitad de los escalones de ladrillo rojo, mientras el viento aullaba y las hojas secas caían sobre mi frente. Nadie en mil noches a la redonda iba a enterarse, ni Philip Marlowe en persona podría encontrar al asesino. Pasaría la noche allí tirado y luego, al atardecer del día siguiente, sería enviado de regreso a Ciudad Inmóvil en una bolsa plástica y punto. Aceleré mis pasos, mi corazón latió deprisa, el miedo lo llenó en pocos segundos y lo hizo pesado. Entré al apartamento, abracé a Marta y me sentí a salvo. Me hice un té y fui a la ventana. Miré a lo lejos aquella ciudad; sus edificios y árboles, sus balas invisibles pero eficaces. Y es lo que me gusta más, Bogotá mantiene mis sentidos despiertos y así aprecio mejor cada segundo. Aprecio una minúscula mota de algodón sobre la blusa roja de Marta y también sus ojos llenos de amor. El amor y la ciudad son igual de peligrosos pero agudizan los sentidos y la vida entra por ellos a borbotones. Miré a Marta y luego las luces de la ciudad. No, no estaba a salvo, el zumbido de algo inventado por el miedo llegaba a través del vidrio. Lo que no existe también es implacable.
Excelente, gracias.
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