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El dia que alarico profano e invadio a Roma

El dia que alarico profano e invadio a Roma



Del mismo modo que un cuerpo humano minado por la vejez llama a las enfermedades, así
el Imperio Romano, a fines del siglo IV, llamaba a su seno a los Bárbaros. Y vinieron, en
efecto: y llegaron, no sólo como estaban todos habituados a verlos antaño, es decir, como
soldados más o menos encuadrados, sino por tribus enteras, con mujeres y niños, con
carromatos, carretas de bagajes, caballerías de reserva, animales y rebaños. El término
exacto para designar aquel fenómeno, mucho más que la palabra española invasión, que
hace pensar, sobre todo, en la entrada de un ejército en un país, sería el alemán
Völkerwanderung, migración de pueblos. Lo que el universo mediterráneo había conocido
más de mil años antes de nuestra Era, cuando los invasores arios, griegos y latinos, habían
asaltado los viejos imperios, volvió a reproducirse a partir de fines del siglo IV. Uno de los
episodios que mayor trascendencia tuvo y que más conmoción causó en el seno del Imperio
fue el saqueo de Roma por las tropas de Alarico en el año 410. Acontecimiento terrible, que
depositó un dejo de tristeza aun en los espíritus más firmes, aunque no fue totalmente
inesperado. El propio San Agustín se sintió profundamente conmovido.

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Llevaba en el corazón el destino del Imperio, por lo ligado que lo creía al destino de la
Iglesia. Dos años antes había sabido con gran consternación, por una carta del presbítero
Victoriano, cómo los vándalos habían invadido la infortunada España y cómo habían
incendiado sistemáticamente todas las basílicas y asesinado, casi sin excepción, a cuantos
siervos de Dios pudieron capturar. Y a comienzos del 409, cuando los visigodos
amenazaron por vez primera la Ciudad eterna, reprendía Agustín a una matrona allí
residente, porque, habiéndole escrito tres veces, nada le contaba sobre la situación de
Roma: "Tu última carta no me dice nada sobre vuestras tribulaciones. Y querría saber qué
hay de cierto en un confuso rumor llegado hasta mí acerca de una amenaza a la Ciudad" El
temor del obispo de Hipona se convertiría en desoladora realidad en menos de dos años.
Roma, la inexpugnable Roma, fue conquistada por Alarico y entregada al saqueo; la Ciudad
eterna tuvo que confesarse mortal. La fecha del 24 de agosto de 410 sonó en los oídos
romanos como la campana de la agonía. Durante cuatro días consecutivos se desencadenó
allí un frenesí de crímenes y de violencias, en una atmósfera de pánico. Pocos días después
llegaba al África la terrible nueva: ¡Roma acababa de ser saqueada por los bárbaros! La
vieja capital, inviolada desde los lejanos tiempos de la invasión gala, había sido forzada por
las bandas de un godo y gemía todavía bajo el peso de sus ultrajes. Y tras la nueva, fueron
llegando algunos de los que lograron escapar a la catástrofe. Veíase desembarcar, en
 atuendo mísero y con la mirada turbada, a aristócratas fugitivos portadores de los más
ilustres apellidos romanos.
Se escuchaban sus relatos acerca de los actos de terror en la ciudad, los palacios
incendiados, los jardines de Salustio en llamas, la casa de los ricos, la sangre que manchaba
los mármoles de los foros, los carros de los bárbaros atestados de objetos preciosos robados
y maltrechos. Familias enteras habían quedado aniquiladas, habían sido asesinados
senadores, violadas vírgenes consagradas a Dios, y la anciana Marcela había sido
abandonada por muerta en su palacio del Ayentino, por no haber podido mostrar a los
bárbaros asaltantes ningún escondrijo de oro y haberles rogado solamente que respetaran el
honor de su joven compañera Principia. Se los oía con horror y se repetían por doquiera sus
relatos, mientras ellos, los últimos romanos, se daban prisa en abandonar la minúscula
ciudad portuaria y marchaban a Cartago, donde inmediatamente ocupaban otra vez
localidades en el teatro, y donde, con la presencia de los fugitivos romanos, la locura y
barahúnda eran mayores que antes. Pero la impresión de la caída de Roma no podía
borrarse fácilmente. El mundo parecía decapitado. "¡Cómo han caído las torres!", leían los
ascetas en Jeremías y pensaban en la torre de la muralla aureliana. "¡Qué solitaria está la
ciudad, antes populosa!", pensaban las gentes pías, cuando oían hablar del espantoso vacío
que siguiera al saqueo, de cómo aullaban los canes en los palacios desiertos, de cómo salían
los supervivientes, agotados por el hambre, después de cinco días de forzada abstinencia, de
las basílicas, y se daban la mano para sostenerse en pie por las calles cubiertas de
cadáveres, mientras chirriaban, camino del sur, por la Vía Apia, los carros cargados de oro
y plata y de jóvenes y muchachas cautivas. Es cierto que Alarico y sus soldados no
permanecieron más que tres días en la Ciudad eterna, después de haberla saqueado a
ciencia y conciencia; es cierto que se instituyó una fiesta conmemorativa para celebrar el
aniversario de su liberación. Con todo la caída de la capital tuvo una resonancia inmensa y
durable por todo el Imperio. Puede resultarnos hoy a nosotros un tanto difícil de
comprender: contemplada de lejos, la entrada de los bárbaros en la Ciudad eterna quizá no
nos parezca más que un incidente banal. La administración del Imperio, y el emperador
Honorio mismo, hacía varios años que ya no residían ahí. Retirados a Ravena, fortalecidos
detrás de una fuerte cintura de lagunas, se hallaban a buen recaudo desde el 404, y
dispuestos a proseguir, sin sentirse inquietados seriamente, aquellas bajas intrigas que
constituían lo esencial de sus preocupaciones cotidianas. Por lo demás, al cabo de pocos
años los mismos contemporáneos se dieron cuenta de que nada había cambiado en sus
costumbres, de que el Imperio sobrevivía a todas las catástrofes y de que no había lugar
para inquietarse por un desastre tan rápidamente reparado. Pero de momento no fue así.
Tremendamente sacudidos en sus ánimos paganos y cristianos pusiéronse por una vez de
acuerdo para plañir juntos las calamidades que les afectaban igualmente. Hacía largo
tiempo que venían, atribuyendo los primeros todas las desventuras de Roma al hecho de
que los cristianos hubiesen abandonado a sus antiguos dioses. Pero también estos
empezaron a repetir con otras palabras y en diferente sentido la misma cantinela: ¿"Dónde
están ahora las memoriae de los apóstoles?", oía decir el obispo a sus gentes. "¿De qué le
ha valido a Roma poseer a Pedro y a Pablo? Antes estaba en pie la ciudad, ahora ha caído".
Los que así murmuraban eran cristianos y no podía replicarles el prelado de Hipona.

Elaborado por Oscar Perez

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