Como dijo Temístocles: "Pega, pero escucha"

Mariano GrondonaLA NACION
25 de noviembre de 2012
En el año 480 antes de Cristo, cuando Grecia jugaba su suerte frente a la invasión del poderoso Imperio Persa, un brillante general ateniense llamado Temístocles concibió la idea de atraer a la flota invasora a las estrechas aguas que rodean a la isla de Salamina, donde esperaba que los navíos persas, más grandes y numerosos que los de su pequeña flota, no tuvieran espacio para maniobrar. Como su estrategia era revolucionaria, Temístocles encontró una apasionada oposición entre los generales tradicionales hasta que uno de ellos, llamado Euribíades, le propinó una sonora bofetada. En lugar de devolvérsela, Temístocles le dirigió entonces esta frase que quedaría en la historia: Pega, pero escucha. Después de haber golpeado a Temístocles, Euribíades reflexionó y siguió su consejo, y la pequeña flota ateniense pudo maniobrar entonces en las estrechas aguas de Salamina mientras los pesados barcos persas, obstaculizándose unos a otros, conocían el rostro del desastre. Así fue cómo Grecia y con ella la civilización occidental, nuestra Europa y nuestra América, entraron por la puerta grande de la historia.
Lo esencial de esta anécdota, tan lejana y sin embargo aún cargada de sentido, es que Euribíades, pese a su bronca, supo escuchar , supo prestar el oído para recoger el mensaje que se le ofrecía. Dicen los sabios desde siempre que por algo tenemos una sola boca y dos oídos, lo cual quiere decir que incluso "físicamente" estamos mejor preparados para oír que para hablar, pero no sólo para "oír", sino, sobre todo, para "escuchar", es decir, como define el Diccionario de la Lengua Española , para "prestar atención a lo que oímos". Si uno extremara el análisis, hasta podría decirse que es preferible perder antes que ganar un debate, porque el que lo pierde se enriquece con las razones superiores que demostró poseer su contrincante, en tanto que el saber del que lo gana, aparte de la satisfacción narcisista que le brinda su victoria, se queda donde está.
Exigirles a los políticos que alberguen esta sublime tabla de valores sería quizás excesivo, pero el mero hecho de que ella sea posible alcanza para subrayar que algo grave está ocurriendo entre nosotros para que uno de los funcionarios de la Presidenta haya podido decir que "a ella no se le habla; se la escucha", mientras que otro, en este caso el ministro Julio De Vido, viene de afirmar que sólo su re-reelección en 2015 garantizaría "la continuidad del modelo". Estos breves pasajes no dejan ver por cierto una vocación republicana , sino una tendencia decididamente monárquica en función de la cual una sola persona habla mientras la misión de las demás es oírla y obedecerla, un destino que cumple con entusiasmo real o fingido el previsible coro de sus aplaudidores.
Algo anda mal, por lo visto, en la República Argentina. En una república "normal" como la que tienen nuestros vecinos, ya se llamen Brasil, Chile, Uruguay, México o Colombia, se dan otras condiciones. Ninguno de sus sucesivos presidentes ha pretendido, por lo pronto, la cualidad de ser "eterno" que la diputada Conti atribuye a Cristina sin que nadie en el entorno presidencial la desmienta. Todos ellos se han sucedido unos a otros, al contrario, según los plazos fijados por la Constitución, en tanto que las más diversas opiniones se entrecruzaban a favor o en contra de su gestión. Y hasta hemos contemplado el rigor de Dilma Rousseff para con encumbrados ministros de Lula condenados a prisión. ¿Es imaginable entre nosotros un destino comparable para ministros o funcionarios ampliamente sospechados de corrupción? ¿O el sesgo "monárquico" que hemos notado en nuestro gobierno también incluye la impunidad de sus servidores?
Lo nuestro ocurre, por otra parte, a sólo un año de una reelección en la cual Cristina recibió el 54 por ciento de los sufragios. Pero esta contundente cifra, que la llevó a la autoexaltación mientras abatía el ánimo de sus críticos y opositores, no se ha sostenido en el tiempo. Las encuestas más serias reducen hoy el apoyo con que ella cuenta a alrededor de un 30 por ciento. Dos señales recientes han venido a confirmar en las calles el vertical descenso de su popularidad. El ya famoso 8-N mostró que cerca de dos millones de personas la impugnaban, eso sí, civilizadamente. Esta multitud rechazó la re-reelección y denunció la inflación y la inseguridad, convirtiendo así la crítica en unclamor todavía sin portadores de nombre y apellido, pero de amplio impacto a todo lo largo del país.
Los observadores adjudicaron estas voces a nuestra extensa clase media, en tanto que la rotunda protesta a que dio lugar el 20-N, que tuvo un indudable alcance popular, fue la expresión del disgusto creciente de la clase obrera al cual han venido a sumarse incluso dirigentes que hasta ayer parecían respaldar al Gobierno, contra el aumento voraz del impuesto a las ganancias que, por efecto de la inflación, ahora llega hasta a los bolsillos de aquellos cuyos ingresos no sobrepasan la modesta suma de cinco mil pesos mensuales.
Un gobierno que hace un año aparecía plebiscitado se ve debilitado al extremo. ¿A qué atribuir este rápido descenso? Un diagnóstico como los que siempre han abundado entre nosotros podría adjudicarlo al enfriamiento de la economía. Entre 2011 y 2012, en efecto, la economía se enfrió. Pero ¿hasta qué punto? ¿O la razón del vertiginoso retroceso del Gobierno en las encuestas podría deberse a un hecho nuevo que, apoyado sin dudas en las dificultades económicas, responde empero a causas hasta ayer inéditas entre los argentinos?
Hay por lo pronto un nuevo reclamo que reina por doquier, en la Capital y en el interior, entre los opositores y los ciudadanos de a pie, en la clase media y en la clase obrera. Se le pide al Gobierno que escuche. Es una demanda de comunicación . La gente ve a una presidenta aislada , a la que sólo rodea un puñado de incondicionales. Ella les habla casi diariamente con un discurso exaltado y retórico que, sin embargo, esquiva sistemáticamente a la realidad. Hay quienes juzgan, ya, que sus actitudes bordean lasoberbia. Otros la perciben rodeada por aduladores que la incomunican con el pueblo, sobre todo con aquella parte del pueblo que hace un año la votó.
Es oportuno recordar ahora lo que Aristóteles dice en La Política de los demagogos. En las cortes monárquicas, a los aduladores del rey se los llamaba "cortesanos". Parecen subordinarse más que nadie al rey, pero en verdad lo subordinan a él tejiendo a su alrededor una red hecha de alabanzas desmedidas que terminan por alimentar fuera de toda medida el concepto que tiene de sí mismo. Ocurre algo similar con esos cortesanos de la multitud que son, en las democracias, los demagogos. Adulan a las masas para, en el fondo, manipularlas, hasta que al fin las envuelven en una red de halagos y aparentes concesiones de la cual no podrán librarse. ¿Quiénes mandan entonces al final? ¿Cristina-reina o el apretado coro de sus aplaudidores? A la Presidenta la persigue la soberbia que lleva a la incomunicación. Los aplaudidores responden, a su vez, a dos categorías. Todavía los hay sinceros, a quienes alimenta el fanatismo. Pero quizá más amplia es la categoría de los aprovechados, los que se multiplican en medio de la corrupción.
Si uno pudiera ofrecerle a la Presidenta un consejo, la invitaría a notar el elocuente silencio en la calle de los argentinos, un amargo silencio sin pancartas ni choripanes, adonde va muriendo lo que hasta hace muy poco fue una extendida ilusión. ¿Podrá recuperarla alguna vez Cristina? Se lo deseamos aunque, lamentablemente, no lo esperamos.
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