Alejandro Magno y Aquiles
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Alejandro III de Macedonia, hijo de Filipo II y Olimpia, es el personaje de la Antigüedad helena que más ha proveído la imaginación de escritores y artistas de todos los tiempos.
Espejo para Julio César, con él culmina la historia de Grecia y se inicia el período llamado helenístico, primera etapa de supervivencia y sincretismo de formas culturales griegas en extensos territorios de tres continentes repartidos entre los diádocos o sucesores.
Al igual que su venerado Aquiles, Alejandro muere joven, tiene en Hefestión un amigo del alma comparable a Patroclo y se retira, malhumorado y compungido, a su tienda como lo hizo “el de los pies ligeros”.
Durante las campañas, llevaba siempre un ejemplar de la Ilíada que custodiaba con celo en un cofre.
En ocho años recorrió más de 18000 kilómetros logrando poner en fuga al gigantesco ejército del rey persa Darío III, vadear caudalosos ríos, adentrarse en el corazón de la India con su temible falange y combatir contra el ejército de Poro y sus elefantes -a los que luego bautizaba con nombres como Áyax-, llegar a la ancestral Babilonia y ser deificado por los egipcios en calidad de descendiente de Zeus-Amón.
Sembró su itinerario triunfante de ciudades llamadas, casi todas, Alejandría, y, alguna, Alejandrópolis, aunque la predilecta del héroe fue la que hoy, en la desembocadura del Nilo, sigue llevando su nombre: la Alejandría egipcia de Konstantin Kavafis.
La formación del general conquistador fue rica en varias facetas. Al talento estratégico y político de su padre, verdadero adelantado de la unificación de los pueblos griegos, se sumaban las enseñanzas de su preceptor Aristóteles, uno de los mayores sabios de todos los tiempos. Consciente del apego que tienen los pueblos a sus creencias y costumbres, visitaba los santuarios locales, consultaba sus oráculos e intentaba granjearse el favor de los nuevos súbditos fomentando los casamientos de sus hombres con mujeres extranjeras. Él mismo contrajo matrimonio con la princesa persa Roxana.
La leyenda y la historia se entremezclan y superponen en los copiosos hechos y las ilustrativas y amenas anécdotas que la posteridad nos ha transmitido, y el apuesto e histórico macedonio de rizos leoninos parece, en ocasiones, un caudillo nacido de la imaginación homérica, un semidiós o un superhombre mítico.
En el ataque de castigo contra la rebelde Tebas mandó, según se dice, respetar la casa natal del poeta Píndaro. Se cuenta, asimismo, que, en Troya, ofreció un sacrificio sobre la tumba de los aqueos homéricos y, al cruzar el Hindu-Kush nevado, lo confundió con el Cáucaso y creyó ver allí las huellas de las cadenas del Titán Prometeo.
El ambicioso y audaz Alejandro –nos relatan- quiso conocer a Diógenes de Sinope, el cínico más afamado. Para ello fue a Corinto y lo encontró con su desharrapado manto de estameña o tribón, sentado tranquilo. El rey se le acercó y le ofreció lo que deseara, a lo cual, el extravagante y provocador Diógenes le replicó que se apartara y no le privara más del sol.
Esta escena narrada por Diógenes Laercio tuvo mucha fortuna y quedó plasmada por artistas de distintas épocas. En Colonia hay una versión barroca del flamenco Gaspard de Crayer (Gaspar de Crayer, en España), pintor de cámara de Fernando de Austria.
La exposición recién inaugurada en el Canal de Isabel II de Madrid nos permite evocar este épico, prodigioso y colosal mundo de Alejandro Magno y disfrutar de más de trescientas piezas vinculadas a su biografía y fama. Algunas son de una calidad excepcional. Por ejemplo, la bellísima estatua ecuestre en bronce, de tamaño mediano, con Bucéfalo haciendo la corveta y Alejandro vestido a la manera macedonia y blandiendo una lanza desaparecida; o bien las diversas cabezas de mármol, idealizadas y provistas, todas, del característico caracol de los cabellos en el centro de la frente. Hay una bañera elemental y tosca, muy curiosa desde el punto de vista arqueológico, proveniente del fortín de Kurgansol, junto al río Oxus; cerámica de uso ritual y doméstico, joyas de exquisita finura y un panel de cerámica del friso de los leones de la vía procesional de Babilonia.
Quizá eché en falta el hermoso mosaico pompeyano de la batalla de Issos, el de las lanzas macedonias o sárisas, emulado en una reproducción bastante deficiente, aunque se comprende que el original no se mueva de Nápoles.
Lástima que la iluminación sea tan pobre. Se lleva, últimamente, andar en la penumbra por entre los objetos en las salas de exposiciones.
Pese a ello, merece la pena la visita y puede ser un motivo para volver al fabuloso Alejandro. Un valioso ejemplar del Quijote recuerda su presencia en esta obra y la vinculación con Cervantes y su Caballero.
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