Schopenhauer 200 años después
CulturaDamián Pachón Soto /dpachons@uis.edu.co
En diciembre de 1818 apareció impreso, con fecha de 1819, el libro cumbre de Arthur Schopenhauer El mundo como voluntad y representación. Y como la modestia no suele ser una virtud del filósofo, el autor pensaba que este libro era una “serie de pensamientos con un grado máximo de coherencia, que hasta ahora no se le ha venido a la mente a ningún hombre”.
Arthur Schopenhauer, cuya obra esencial, El mundo como voluntad y representación, fue usada como papel de reciclaje en su primera edición (1918). Cortesía
Por eso, utilizando una fórmula que Nietzsche emularía después, el filósofo decía: “será un libro paucorum hominum (para pocos hombres) y por lo tanto tendrá que quedar abandonado y resignado esperando a los pocos cuya inusual forma de pensar lo encuentre provechoso”. Valga decir que estas palabras resultaron un presagio, pues la obra fue un rotundo fracaso, al punto de ser vendido como papel usado.
Dos años después de su publicación, en 1820, Schopenhauer se encontraba como profesor en la Universidad de Berlín, donde era Hegel y su portentoso sistema el que acaparaba la atención de todos los estudiantes y la intelectualidad prusiana, de tal manera que mientras Hegel abarrotaba sus clases, el aula de Schopenhauer se mantenía casi vacía. Se puede decir que, si El mundo como voluntad y representación fracasó en 1818, se debe a que Hegel estaba vivo, y si triunfó a partir de la segunda edición, en 1844, se debe a que Hegel estaba muerto y sus ideas empezaban a perder vigor, desplazadas por otras corrientes filosóficas. Esto tiene que ver, en el fondo, con los postulados principales de sus sistemas filosóficos: mientras el de Hegel era una apoteosis de la razón (una orgía de la razón, han dicho algunos) donde todo lo real es racional y lo racional es real, para Schopenhauer la razón era simplemente un instrumento de la voluntad. Para Schopenhauer lo real no era racional, y lo racional era tan solo la manera, el modo, de conocerlo.
La animadversión por Hegel lo llevó a decir en sus Fragmentos sobre la historia de la filosofía que su colega alemán era: “una criatura filosófica ministerial […], charlatán, vulgar, sin espíritu, repugnante, ignorante, que con una frescura, una sin razón y una extravagancia sin par, compiló un sistema que fue trompeteado por sus venales adeptos como si fuera la sabiduría inmortal, y como tal, fue tomado en realidad por los imbéciles, lo cual provocó un coro de admiración como jamás se había escuchado”.
Pero, ¿cuál era el aporte de El mundo como voluntad y representación? En la obra se intentaba descifrar la naturaleza del mundo, del universo y de la existencia humana: su esencia. Nada más y nada menos. El sistema partía de Kant, Platón y el pensamiento hindú. Sin embargo, como el mismo Schopenhauer lo advirtió muchas veces, su comprensión tenía como exigencia el conocimiento de la filosofía de Inmanuel Kant, el gran filósofo alemán autor de las tres Críticas, fallecido en 1804. Como se sabe, Kant estableció el dualismo del fenómeno y el noúmeno. Con el fenómeno se refirió a la apariencia, a la manera como las cosas se nos presentan, se nos ofrecen y se nos muestran; con el noúmeno aludió a las cosas en sí, a aquello inaccesible para el conocimiento. Por eso, “no conocemos las cosas en sí, sino solo la manera en que aparecen”. De esta forma, Kant introdujo una gran dificultad: detrás de las cosas, quedaba algo que sólo podía ser pensado, pero del que nada se sabía. Era un enigma. De aquí partió Schopenhauer. Su respuesta fue: “¿Qué es la cosa en sí? La voluntad: esa ha sido nuestra respuesta”; mientras el fenómeno kantiano pasó a ser la representación, es decir, las cosas del mundo, los individuos, sometidos al tiempo, al espacio y la causalidad. Por eso la voluntad y la representación aparecieron en el nuevo sistema como dos caras de una misma moneda: el mundo. El dualismo platónico y kantiano se convirtió, en realidad, en un monismo.
La voluntad –término poco afortunado, pues no tiene nada que ver con el uso que habitualmente le damos en el habla cotidiana- no era para Schopenhauer más que un impulso ciego, un instinto básico e irracional, una “fuerza” oscura; el todo uno, sin partes; un eterno devenir, fluir, un principio originario, incondicionado. En pocas palabras, la voluntad era voluntad de vivir, decir voluntad y vida venía a ser lo mismo. La voluntad, como ha dicho Thomas Mann en su libro Schopenhauer, Nietzsche y Freud, “era el fondo primordial último e irreductible del ser, la fuente de todos los fenómenos, era el engendrador y productor de todo el mundo visible”. Cuando esa voluntad se objetiva aparece la pluralidad de las cosas que vemos: minerales, plantas, animales, seres humanos, etcétera. Y si la voluntad es libre, las cosas, los fenómenos, están sometidos al principio de razón suficiente, esto es, a la causalidad. En realidad, la voluntad lo rige todo, desde la fuerza de la gravedad hasta los fenómenos atmosféricos. Ahora, los individuos son los que nacen y mueren, pero a la voluntad la muerte no le afecta nada, por eso, en estricto sentido, “la muerte es un fenómeno de la vida”.
El paso de la Voluntad a la multiplicidad y la pluralidad de los individuos es lo que Schopenhauer llama “principio de individuación”. La voluntad se objetiva por grados, desde las especies inferiores a la superior, cada grado no es más que una idea platónica, por eso las Ideas son grados de objetivación de la voluntad. Es así como Schopenhauer incluyó a Platón dentro de su arquitectónico sistema. Ahora, Schopenhauer, como Platón y los Vedas, va a mantener una visión negativa del mundo sensible. En realidad, el mundo que vemos es una máscara, un velo de Maya, que nos impide ver el fondo terrorífico de la esencia del mundo: la voluntad y su “aspiración sin término”. Esto hace que la naturaleza sea un campo de batalla entre los individuos, entre la voluntad objetivada, pues hay una competencia entre unos y otros por la materia y el espacio, por los recursos.
El deseo de afirmarse de la voluntad convierte a la naturaleza en una dialéctica de vida y muerte constantes, donde no hay sosiego. El mundo se convierte también en un campo de batalla: “el mundo vegetal tiene que servir de alimento al mundo animal; cada animal, a su vez, tiene que servir de presa y de alimento a otro animal; y de este modo la voluntad de vivir se devora sin descanso a sí misma”. En el apetito voraz de la voluntad reside las desgracias del hombre, pues en estricto sentido, la voluntad es deseo, un deseo que no se sacia nunca, pues una vez logra lo que quiere, empieza a desear de nuevo; la voluntad sólo quiere querer y cuando alcanza lo querido le sobreviene el aburrimiento. Deseo y aburrimiento pasan a ser la causa de todo el dolor del mundo, de la desdicha y la infelicidad.
Todo esto es conocido por el hombre gracias a su cuerpo, pues nuestro cuerpo es, a la vez, cosa, representación, y voluntad. Gracias a nuestro cuerpo tenemos un acceso directo a la esencia de la voluntad, pues él nos permite una vivencia directa de su esencia, de su voracidad. En este sentido, el hombre es privilegiado, pues gracias a la introspección, el autoconocimiento, puede acceder a la cosa en sí (la voluntad) y conocerla. Mi cuerpo es, dijo el filósofo, “condición del conocimiento de mi voluntad”. Lo que hizo Schopenhauer fue, entonces, analogar esa experiencia directa, este “conocimiento desde adentro”, a la “lógica” viviente de todos los demás seres, o, mejor, del mundo mismo.
Todo esto explica el afamado pesimismo schopenhaueriano: el hombre está condenado a ser infeliz, a ir en una constante búsqueda sin término. Dado que la voluntad es insaciable, sobrevienen las carencias, las preocupaciones, las miserias humanas; con el instinto y el deseo sexual, que no es más que el instrumento que tiene la voluntad de propagarse y transmitirse, vienen los crímenes pasionales, los celos, la inestabilidad emocional, el deseo de posesión del otro, etcétera.
Hay que decir que la de Schopenhauer es una filosofía tejida cuidadosamente, donde desde una teoría del conocimiento, se pasa a una metafísica, se elabora una ética, una estética, y hasta su teoría política: dado que el hombre es un lobo para el hombre, como dijo el latino Plauto, y popularizó Thomas Hobbes en el siglo XVII, el Estado, por ejemplo, “no es más que el bozal que tiene por objeto volver inofensivo a ese animal carnicero, el hombre, y hacer de suerte que tenga el aspecto de un herbívoro”.
Pese a lo anterior, queda un resquicio para la calma, pues si bien los tres resortes fundamentales de las acciones humanas son el egoísmo, “que quiere su propio bien y no tiene límites”; la perversidad, “que quiere el mal ajeno y llega hasta la máxima crueldad”; y la conmiseración, “que quiere el bien del prójimo y llega hasta la generosidad”, es con ésta última, con la compasión, como el hombre puede redimirse. En efecto, cuando padecemos con otros, cuando nos damos cuenta que todos somos uno (engendros de la voluntad), podemos entender el dolor ajeno, sentirlo como propio. En este momento, diluimos el egoísmo. Es rasgando las apariencias del mundo visible, el Velo de Maya, como accedemos a la voluntad y aplacamos su voracidad. Por eso, el hombre sólo puede superar el sufrimiento si niega el querer de la voluntad, su deseo infinito, y esto lo posibilitan el arte y la santidad. La solución es oriental: negar el mundo, sus impulsos, para lograr algo de quietud, de paz.
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Schopenhauer siempre confió en el valor de su obra, la cual después tuvo una gran influencia en la filosofía, en el arte y en la literatura. Basta mencionar la recepción que de ella hicieron Herman Hesse o Jorge Luis Borges. Al final de su vida, obtuvo el reconocimiento que había deseado. Por eso, en uno de sus cuadernos pudo decir: “¿Quién soy, entonces? Aquél que escribió El mundo como voluntad y representación y el que ha dado una solución al gran problema de la existencia, que, comparadas con las que le precedieron, podrá parecer anticuada, pero que ocupará a los pensadores de los siglos venideros”.
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