Marea Humana (introducción de M. Moynihan y texto de P. Linkola)
(Este texto es una traducción. Puedes encontrar el original aquí).
¿Son las teorías de Pentti Linkola las más peligrosas que ha conocido la humanidad? ¿O es el último hombre cuerdo de este planeta? Durante su ascética existencia como pescador en una región rural de su gélida patria, este filósofo finlandés ha considerado con detalle la relación entre la tierra y los seres humanos, y se atreve a hablar sin tapujos al respecto. Para mantener el planeta con vida, el hombre -u homo destructivus como lo llama Linkola- debe ser violentamente reducido en número hasta que las cifras de población globales estén al mínimo. La metáfora que emplea el autor es la siguiente:
“¿Qué se puede hacer cuando un barco que transporta cien pasajeros naufraga y sólo hay disponible un bote salvavidas con capacidad para diez personas? Cuando el bote esté completo, aquellos que odian la vida intentarán cargarlo con más personas y acabarán hundiéndolo. Aquellos que aman la vida tomarán un hacha del barco y cortarán las manos de aquellos que se aferran a los costados del bote”
Según avanza el tiempo, las predicciones y acusaciones de Linkola se van haciendo más alarmantes. Enemigo jurado de cristianos y humanistas, Linkola sabe que no serán aquellos que exaltan “la ternura, el amor y las guirnaldas de flores” los que salven la tierra. Ni los países desarrollados ni los subdesarrollados merecen sobrevivir a expensas de la biosfera. Linkola ha abogado porque millones de personas sean privadas de comida hasta la muerte o masacradas en guerras civiles genocidas. Se realizarían abortos obligatorios a cualquier mujer que pariese más de dos hijos. Los únicos países capaces de aplicar estas medidas serían los occidentales, pero irónicamente son los más afectados por el liberalismo humanista. Como explica Linkola, “los Estados Unidos se cimentan sobre las dos peores ideologías que han existido: el progreso y la libertad”. La solución realista a esta situación sería la implementación de un régimen ecofascista donde batallones de brutales “policías verdes”, con las conciencias libres del cepo de la ética humanista, fuesen capaces de hacer aquello que fuese necesario.
En Finlandia, los libros de Linkola son best-sellers. El resto del mundo no puede tragar sus ideas, como se evidencia en un artículo publicado por el Wall Street Journal en 1995. Se recibio una montaña de correo de lectores indignados: cristianos pacifistas, madres bienpensantes y demás “bienhechores”. En una de esas cartas se leía: “Aquellos que abogan sinceramente por la despoblación deberían dar ejemplo y comenzar esta despoblación por ellos mismos”. La respuesta de Linkola es mucho más lógica: “Me sacrificaría a mí mismo sin dudarlo si mi muerte conllevase la eliminación de millones de personas”
Lo que sigue a continuación es un capítulo de su libro de 1989 Johdatus 1990-luvun ajatteluun (“Introducción al pensamiento de los noventa”).
***
¿Qué es el hombre? “Qué eres tú, oh hombre”, se solían preguntar los poetas de la antigüedad. El hombre puede ser definido arbitariamente de muchas maneras, pero para expresar su característica principal se podrían usar una sola palabra: demasiado. Yo soy demasiado, tú eres demasiado. Somos cinco míl millones; un número absurdo, asombroso, que se incrementa día a día… La biosfera de la tierra podría seguramente soportar una población de cinco mil millones de mamíferos de nuestro tamaño, pero con unos requerimientos de comida normales y produciendo una cantidad de deshechos razonable, de tal forma que pudiesen existir en su propio nicho ecológico, viviendo como una especie más, sin amenazar la riqueza de otras formas de vida.
¿Qué sentido tienen todas estas masas, para qué sirven? ¿Qué nuevas contribuciones esenciales dan al mundo los cientos de sociedades humanes similares las unas a las otras, o los cientos de comunidades que existen dentro de esas sociedades? ¿Qué sentido tiene que cada pequeño pueblo finlandés tenga los mismos talleres y las mismas tiendas, los mismos coros de iglesia y los mismos teatros municipales, abarrotando la tierra con sus cimientos y sus planchas de asfalto? ¿Sería una gran pérdida para la biosfera si el área urbana de Äänekoski fuese sustituida por un paisaje libre, salvaje y natural, conteniendo miles de especies y laderas pobladas de árboles nudosos y primitivos, que se reflejarían sobre la reluciente superficie del lago Kuhmojärvi? ¿O sería quizás una gran pérdida si un pequeño puñado de pueblos desapareciesen del mapa -Ylivieska, Kuusamo, lahti, Duisburg, Jefremov, Gloucester- y la naturaleza los reemplazase? ¿Y si desapareciese Bélgica?
¿De qué nos sirve Ylivieska [pueblo finlandés de 90.000 habitantes, n. del t.]? La pregunta no es ingeniosa pero sí relevante. Y la respuesta no es que ese tipo de lugares no sirven para nada, sino más bien que a la gente de Ylivieska sí les sirve: viven allí. No estoy hablando sólo del estrangulamiento de la vida debido a la explosión demográfica, ni de que el ritmo respiratorio de la la tierra clama entre jadeos por los productivos oasis metabólicos verdes que existen entre las áreas arrasadas por el hombre. También hablo de que la humanidad, en el proceso de parir esas incontables multitudes generadoras de basura, ahoga e injuria a su propia cultura; una cultura en la que los individuos y las comunidades han buscado espasmódicamente el “sentido de la vida”, creándose una identidad para sí mismos con argumentos banales e infantiles.
Pasé un verano entero recorriendo Polonia en bicicleta. Es un país precioso, un páis en el que pequeños niños católicos, guapos como botones, vestidos casi por completo con seda, aparecen por cada esquina. Leí en un folleto para turistas que en Polonia el porcentaje de gente que murió en la Segunda Guerra Mundial es mucho más grande que en cualquier otro país: cerca de seis millones, si no me falla la memoria. Con las cifras que ofrecía ese mismo folleto pude calcular que, desde el final de la guerra, el crecimiento de población ha triplicado la cifra de muertos, en cuarenta años… En mi siguiente viaje fui a la ciudad más bombardeada del mundo, Dresde. Era horrible con su fealdad y suciedad, disecada hasta la asfixia; un rincón ahumado, contaminado, donde la primera impresión es que otro ataque desde el cielo no vendría nada mal. ¿Quién echa de menos a todos aquellos que murieron en la Segunda Guerra Mundial? ¿Quién echa de menos a aquellos que ejecutó Stalin? ¿Quién echa de menos a los seis millones de judíos que eliminó Hitler? Israel está superpoblado; en asia menor la superpoblación provoca luchas por unos pocos metros cuadrados de desierto. Las ciudades de todo el mundo fueron reconstruidas y rellenadas hasta el tope con gente hace tiempo, sus iglesias y monumentos restaurados, para que la lluvia ácida tenga algo que destruir. ¿Quién añora el potencial procreador desperdiciado de aquellos que murieron en la segunda guerra mundial? ¿Necesita el mundo otros cien millones de personas en este momento? ¿Hay escasez de libros, canciones, películas, perros de porcelana, floreros? ¿No es suficiente con mil millones de madres amantes y mil millones de dulces abuelas de cabellos grises?
Todas las especies tienen una capacidad desproporcionada para reproducirse; si no fuese así se extinguirían al menor atisbo de crisis o al variar las circunstancias del entorno. Al final es siempre el hambre lo que limita el crecimiento de la población. Muchísimas especies tienen mecanismos para autoregular sus nacimientos que les impiden caer constantemente en situaciones de crisis y sufrir hambrunas. En el caso del hombre, sin embargo, esos mecanismos, cuando existen, son débiles e inefectivos: por ejemplo, el infanticidio a pequeña escala practicado en las culturas primitivas. A través de su desarrollo evolutivo la humanidad ha derrotado a las hambrunas. El hombre ha sido un procreador destacado, en esto se ha comportado decididamente como un animal. La humanidad engendra abundantemente tanto cuando vive en condiciones de estrechez como cuando lo hace en condiciones prósperas. Los humanos se reproducen abuntantemente en los tiempos de paz y de forma especialmente abundante en los momentos posteriores a una guerra, debido a un peculiar decreto de la naturaleza.
El hombre no puede cambiar el hecho de que el hambre limita el crecimiento de sus poblaciones, pero sí ha tenido éxito luchando contra la propia escasez de alimentos. El hombre es extremadamente fecundo como especie.
En la historia de la humanidad observamos la desesperada lucha de la Naturaleza contra un error de su propia evolución. Un método de restricción antiguo y hasta entonces eficaz, el hambre, comenzó a perder su eficacia poco a poco según la capacidad tecnológica del hombre aumentaba. El hombre se ha liberado de las cadenas naturales y ha empezado a acaparar para sí más y más recursos, desplazando a otras formas de vida. La Naturaleza tomó nota de la situación, se dio cuenta de que había perdido el primer asalto y cambió de estrategia. Blandió un arma que no le había sido posible emplear cuando el enemigo había estado más disperso, pero que ahora tendría máxima efectividad contra las densas tropas del enemigo. Con la ayuda de los microbios -o “enfermedades infecciosas”, como las llama el hombre en su jerga de propaganda bélica- la Naturaleza luchó testarudamente por más de dos mil años contra la humanidad y consiguió muchas victorias brillantes. Pero aquellos triunfos localizados fueron poco a poco perdiendo importancia. La naturaleza no fue capaz de destruir a los altos cuadros de la humanidad, científicos e investigadores que trabajaron duramente hasta conseguir desarmar a la Naturaleza de su arsenal. En este punto la Naturaleza -desarmada pero rabiosa y con cierta autoestima aún- decidió conceder al hombre esta victoria pírrica, pero sólo en el más absoluto sentido del término. Durante toda la guerra, la Naturaleza había mantenido una relación particular con el enemigo: habían compartido ambos las mismas fuentes de provisiones, bebido de las mismas fuentes y comido de los mismos campos. Independientemente del curso de la guerra, una posición de permanente restricción prevaleció en este momento; así como el enemigo no había conseguido conquistar los puestos de provisiones, la Naturaleza tampoco tenía la capacidad de tomarlos para sí. La única opción que quedaba era la política de autoinmolación, que la Naturaleza ya había probado a pequeña escala durante la fase microbiana de la guerra y que decidió aplicar hasta sus últimas consecuencias. La Naturaleza no se rindió, buscó un empate aunque fuese al precio de la autodestrucción. Después de todo el hombre no era un enemigo externo o autónomo, sino un tumor interior. Y el destino del tumor es morir con su huésped.
En el caso del hombre -que se sitúa en lo alto de la cadena alimenticia aunque carece de la capacidad de restringir su crecimiento demográfico- podría parecer que su salvación sería la propensión a matar a otros hombres. La tan humana costumbre de la guerra, con sus masacres al por mayor de humanoides, podría contener la receta para un efectivo control de población, si no fuese porque ha sido totalmente desbaratada, ya que no hay ninguna cultura humana en la que las mujeres tomen partido en la guerra. Así, incluso las más grandes reducciones de población debidas a la guerra afectan únicamente a los varones. La siguiente generación ya se ha repuesto de las pérdidas, y por la ley natural del “baby-boom” rebasa de largo las cifras de la anterior generación, ya que las mujeres son fecundadas por un número menos de hombres. En realidad la evolución de la guerra, aunque errática, ha sido incluso negativa: en las primeras fases de su desarrollo hubo más guerras del tipo de las que eliminan también moderadas cantidades de civiles. Pero en un giro tragicómico del destino del hombre, en el mismo punto en el que la guerra parecía capaz de llevarse por delante a un número significativo de mujeres -como se puede colegir de los bombardeos de civiles de la Segunda Guerra Mundial-, la tecnología militar avanzó hasta tal punto que las guerras a gran escala (que son las que podrían tener un impacto demográfico sustancial) se hicieron imposibles.
Introducción: Michael Moynihan
¿Son las teorías de Pentti Linkola las más peligrosas que ha conocido la humanidad? ¿O es el último hombre cuerdo de este planeta? Durante su ascética existencia como pescador en una región rural de su gélida patria, este filósofo finlandés ha considerado con detalle la relación entre la tierra y los seres humanos, y se atreve a hablar sin tapujos al respecto. Para mantener el planeta con vida, el hombre -u homo destructivus como lo llama Linkola- debe ser violentamente reducido en número hasta que las cifras de población globales estén al mínimo. La metáfora que emplea el autor es la siguiente:
“¿Qué se puede hacer cuando un barco que transporta cien pasajeros naufraga y sólo hay disponible un bote salvavidas con capacidad para diez personas? Cuando el bote esté completo, aquellos que odian la vida intentarán cargarlo con más personas y acabarán hundiéndolo. Aquellos que aman la vida tomarán un hacha del barco y cortarán las manos de aquellos que se aferran a los costados del bote”
Según avanza el tiempo, las predicciones y acusaciones de Linkola se van haciendo más alarmantes. Enemigo jurado de cristianos y humanistas, Linkola sabe que no serán aquellos que exaltan “la ternura, el amor y las guirnaldas de flores” los que salven la tierra. Ni los países desarrollados ni los subdesarrollados merecen sobrevivir a expensas de la biosfera. Linkola ha abogado porque millones de personas sean privadas de comida hasta la muerte o masacradas en guerras civiles genocidas. Se realizarían abortos obligatorios a cualquier mujer que pariese más de dos hijos. Los únicos países capaces de aplicar estas medidas serían los occidentales, pero irónicamente son los más afectados por el liberalismo humanista. Como explica Linkola, “los Estados Unidos se cimentan sobre las dos peores ideologías que han existido: el progreso y la libertad”. La solución realista a esta situación sería la implementación de un régimen ecofascista donde batallones de brutales “policías verdes”, con las conciencias libres del cepo de la ética humanista, fuesen capaces de hacer aquello que fuese necesario.
En Finlandia, los libros de Linkola son best-sellers. El resto del mundo no puede tragar sus ideas, como se evidencia en un artículo publicado por el Wall Street Journal en 1995. Se recibio una montaña de correo de lectores indignados: cristianos pacifistas, madres bienpensantes y demás “bienhechores”. En una de esas cartas se leía: “Aquellos que abogan sinceramente por la despoblación deberían dar ejemplo y comenzar esta despoblación por ellos mismos”. La respuesta de Linkola es mucho más lógica: “Me sacrificaría a mí mismo sin dudarlo si mi muerte conllevase la eliminación de millones de personas”
Lo que sigue a continuación es un capítulo de su libro de 1989 Johdatus 1990-luvun ajatteluun (“Introducción al pensamiento de los noventa”).
***
¿Qué es el hombre? “Qué eres tú, oh hombre”, se solían preguntar los poetas de la antigüedad. El hombre puede ser definido arbitariamente de muchas maneras, pero para expresar su característica principal se podrían usar una sola palabra: demasiado. Yo soy demasiado, tú eres demasiado. Somos cinco míl millones; un número absurdo, asombroso, que se incrementa día a día… La biosfera de la tierra podría seguramente soportar una población de cinco mil millones de mamíferos de nuestro tamaño, pero con unos requerimientos de comida normales y produciendo una cantidad de deshechos razonable, de tal forma que pudiesen existir en su propio nicho ecológico, viviendo como una especie más, sin amenazar la riqueza de otras formas de vida.
¿Qué sentido tienen todas estas masas, para qué sirven? ¿Qué nuevas contribuciones esenciales dan al mundo los cientos de sociedades humanes similares las unas a las otras, o los cientos de comunidades que existen dentro de esas sociedades? ¿Qué sentido tiene que cada pequeño pueblo finlandés tenga los mismos talleres y las mismas tiendas, los mismos coros de iglesia y los mismos teatros municipales, abarrotando la tierra con sus cimientos y sus planchas de asfalto? ¿Sería una gran pérdida para la biosfera si el área urbana de Äänekoski fuese sustituida por un paisaje libre, salvaje y natural, conteniendo miles de especies y laderas pobladas de árboles nudosos y primitivos, que se reflejarían sobre la reluciente superficie del lago Kuhmojärvi? ¿O sería quizás una gran pérdida si un pequeño puñado de pueblos desapareciesen del mapa -Ylivieska, Kuusamo, lahti, Duisburg, Jefremov, Gloucester- y la naturaleza los reemplazase? ¿Y si desapareciese Bélgica?
¿De qué nos sirve Ylivieska [pueblo finlandés de 90.000 habitantes, n. del t.]? La pregunta no es ingeniosa pero sí relevante. Y la respuesta no es que ese tipo de lugares no sirven para nada, sino más bien que a la gente de Ylivieska sí les sirve: viven allí. No estoy hablando sólo del estrangulamiento de la vida debido a la explosión demográfica, ni de que el ritmo respiratorio de la la tierra clama entre jadeos por los productivos oasis metabólicos verdes que existen entre las áreas arrasadas por el hombre. También hablo de que la humanidad, en el proceso de parir esas incontables multitudes generadoras de basura, ahoga e injuria a su propia cultura; una cultura en la que los individuos y las comunidades han buscado espasmódicamente el “sentido de la vida”, creándose una identidad para sí mismos con argumentos banales e infantiles.
Pasé un verano entero recorriendo Polonia en bicicleta. Es un país precioso, un páis en el que pequeños niños católicos, guapos como botones, vestidos casi por completo con seda, aparecen por cada esquina. Leí en un folleto para turistas que en Polonia el porcentaje de gente que murió en la Segunda Guerra Mundial es mucho más grande que en cualquier otro país: cerca de seis millones, si no me falla la memoria. Con las cifras que ofrecía ese mismo folleto pude calcular que, desde el final de la guerra, el crecimiento de población ha triplicado la cifra de muertos, en cuarenta años… En mi siguiente viaje fui a la ciudad más bombardeada del mundo, Dresde. Era horrible con su fealdad y suciedad, disecada hasta la asfixia; un rincón ahumado, contaminado, donde la primera impresión es que otro ataque desde el cielo no vendría nada mal. ¿Quién echa de menos a todos aquellos que murieron en la Segunda Guerra Mundial? ¿Quién echa de menos a aquellos que ejecutó Stalin? ¿Quién echa de menos a los seis millones de judíos que eliminó Hitler? Israel está superpoblado; en asia menor la superpoblación provoca luchas por unos pocos metros cuadrados de desierto. Las ciudades de todo el mundo fueron reconstruidas y rellenadas hasta el tope con gente hace tiempo, sus iglesias y monumentos restaurados, para que la lluvia ácida tenga algo que destruir. ¿Quién añora el potencial procreador desperdiciado de aquellos que murieron en la segunda guerra mundial? ¿Necesita el mundo otros cien millones de personas en este momento? ¿Hay escasez de libros, canciones, películas, perros de porcelana, floreros? ¿No es suficiente con mil millones de madres amantes y mil millones de dulces abuelas de cabellos grises?
Todas las especies tienen una capacidad desproporcionada para reproducirse; si no fuese así se extinguirían al menor atisbo de crisis o al variar las circunstancias del entorno. Al final es siempre el hambre lo que limita el crecimiento de la población. Muchísimas especies tienen mecanismos para autoregular sus nacimientos que les impiden caer constantemente en situaciones de crisis y sufrir hambrunas. En el caso del hombre, sin embargo, esos mecanismos, cuando existen, son débiles e inefectivos: por ejemplo, el infanticidio a pequeña escala practicado en las culturas primitivas. A través de su desarrollo evolutivo la humanidad ha derrotado a las hambrunas. El hombre ha sido un procreador destacado, en esto se ha comportado decididamente como un animal. La humanidad engendra abundantemente tanto cuando vive en condiciones de estrechez como cuando lo hace en condiciones prósperas. Los humanos se reproducen abuntantemente en los tiempos de paz y de forma especialmente abundante en los momentos posteriores a una guerra, debido a un peculiar decreto de la naturaleza.
El hombre no puede cambiar el hecho de que el hambre limita el crecimiento de sus poblaciones, pero sí ha tenido éxito luchando contra la propia escasez de alimentos. El hombre es extremadamente fecundo como especie.
En la historia de la humanidad observamos la desesperada lucha de la Naturaleza contra un error de su propia evolución. Un método de restricción antiguo y hasta entonces eficaz, el hambre, comenzó a perder su eficacia poco a poco según la capacidad tecnológica del hombre aumentaba. El hombre se ha liberado de las cadenas naturales y ha empezado a acaparar para sí más y más recursos, desplazando a otras formas de vida. La Naturaleza tomó nota de la situación, se dio cuenta de que había perdido el primer asalto y cambió de estrategia. Blandió un arma que no le había sido posible emplear cuando el enemigo había estado más disperso, pero que ahora tendría máxima efectividad contra las densas tropas del enemigo. Con la ayuda de los microbios -o “enfermedades infecciosas”, como las llama el hombre en su jerga de propaganda bélica- la Naturaleza luchó testarudamente por más de dos mil años contra la humanidad y consiguió muchas victorias brillantes. Pero aquellos triunfos localizados fueron poco a poco perdiendo importancia. La naturaleza no fue capaz de destruir a los altos cuadros de la humanidad, científicos e investigadores que trabajaron duramente hasta conseguir desarmar a la Naturaleza de su arsenal. En este punto la Naturaleza -desarmada pero rabiosa y con cierta autoestima aún- decidió conceder al hombre esta victoria pírrica, pero sólo en el más absoluto sentido del término. Durante toda la guerra, la Naturaleza había mantenido una relación particular con el enemigo: habían compartido ambos las mismas fuentes de provisiones, bebido de las mismas fuentes y comido de los mismos campos. Independientemente del curso de la guerra, una posición de permanente restricción prevaleció en este momento; así como el enemigo no había conseguido conquistar los puestos de provisiones, la Naturaleza tampoco tenía la capacidad de tomarlos para sí. La única opción que quedaba era la política de autoinmolación, que la Naturaleza ya había probado a pequeña escala durante la fase microbiana de la guerra y que decidió aplicar hasta sus últimas consecuencias. La Naturaleza no se rindió, buscó un empate aunque fuese al precio de la autodestrucción. Después de todo el hombre no era un enemigo externo o autónomo, sino un tumor interior. Y el destino del tumor es morir con su huésped.
En el caso del hombre -que se sitúa en lo alto de la cadena alimenticia aunque carece de la capacidad de restringir su crecimiento demográfico- podría parecer que su salvación sería la propensión a matar a otros hombres. La tan humana costumbre de la guerra, con sus masacres al por mayor de humanoides, podría contener la receta para un efectivo control de población, si no fuese porque ha sido totalmente desbaratada, ya que no hay ninguna cultura humana en la que las mujeres tomen partido en la guerra. Así, incluso las más grandes reducciones de población debidas a la guerra afectan únicamente a los varones. La siguiente generación ya se ha repuesto de las pérdidas, y por la ley natural del “baby-boom” rebasa de largo las cifras de la anterior generación, ya que las mujeres son fecundadas por un número menos de hombres. En realidad la evolución de la guerra, aunque errática, ha sido incluso negativa: en las primeras fases de su desarrollo hubo más guerras del tipo de las que eliminan también moderadas cantidades de civiles. Pero en un giro tragicómico del destino del hombre, en el mismo punto en el que la guerra parecía capaz de llevarse por delante a un número significativo de mujeres -como se puede colegir de los bombardeos de civiles de la Segunda Guerra Mundial-, la tecnología militar avanzó hasta tal punto que las guerras a gran escala (que son las que podrían tener un impacto demográfico sustancial) se hicieron imposibles.
Introducción: Michael Moynihan
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Elaborado por Oscar Perez
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