MARK ROTHKO
Y EL ARTISTA QUE NUNCA FUE:
La narrativa del espacio en losjointed-schemes
MÍRIAM PAULO
En una superficie de 6 x 8 pulgadas de sangre coagulada yacía el cuerpo de Mark Rothko, célebre y celebrado artista de la Escuela de Nueva York. Su cuerpo fue descubierto por su ayudante, Oliver Steindecker, el lunes 25 de febrero de 1970 a las 9 de la mañana. Su cadáver: en ropa interior –camiseta blanca, calzoncillos azules y calcetines negros–, boca arriba y los brazos ligeramente abiertos. La causa de la muerte fue por desangramiento aunque también se había procurado una dosis considerable de barbitúricos, la suficiente como para provocarse una intoxicación aguda y atenuar el dolor de la agonía. De la misma forma meticulosa y cuidadosa, perfeccionista y controladora que lo caracterizaba, y al modo de un ritual preparativo, envolvió una hoja de afeitar con un pañuelo de papel y se seccionó las venas del antebrazo. El veredicto médico era claro: an open-and-shut suicide (Breslin, 1993: 522). A la mañana siguiente, la noticia del trágico suceso apareció publicada en el New York Times.
En sus episodios depresivos, Rothko ya había advertido que si alguna vez decidía suicidarse, lo haría de manera que no se pudiera dudar de ello. Familiares y amigos tendrían un cuadro claro de los motivos de su muerte y así evitaría la angustia innecesaria que ocasionó la muerte de Pollock y Smith. A pesar de la claridad de los hechos, el suicidio de Rothko se ha interpretado como una manifestación violenta y trágica del espíritu del más ferviente romanticismo. De acuerdo al homenaje de Motherwell, se ha concebido su muerte como la celebración ritual de un sacrificio, a la vez reafirmación y aniquilación de sí mismo como momento más nítido de su individuación, seguido de un desmembramiento fulminante del artista sacrificado. Su legado radica, según Motherwell, en haber creado “un lenguaje del sentimiento” que el arte todavía no había explorado (1970: 271). Sin embargo, más allá del significado simbólico de su muerte y de la escenificación de un sacrificio prometeico, más allá incluso del duelo por la pérdida de uno de los pioneros del expresionismo abstracto consagrado como uno de los grandes artistas de su generación, el caso de Rothko fue archivado como el #1867.
Aquí se propone realizar el mismo ejercicio crítico con respecto a Mark Rothko. El ejemplo de Pollock es un punto de partida para nutrir la hipótesis de que otros artistas de su generación también se habían resistido a las reglas propuestas para el expresionismo abstracto, éstas son: la exaltación del plano bidimensional, las cualidades expresivas del pigmento del color y el énfasis del marco como límite infranqueable de la pintura. A partir de aquí surge el punto de inflexión que los relaciona genéticamente con otras prácticas contrapuestas al relato greenbergiano. En el caso de Rothko, es el sentido de unidad ambiental de sus espacios el que inicia este proceso: rompe los límites del género pictórico referidos al ideal del arte puro, autónomo y autocrítico, e invade el espacio del espectador. El encuentro con la obra no se produce en el interior del lienzo, sino fuera; se desmaterializa y se vaporiza; ya no es sólo pintura, sino experiencia. “El artista que nunca fue” es una respuesta a la pregunta kaprowniana sobre la verdadera tragedia de su muerte. Rothko, al igual que Pollock, no se enfrentaba únicamente a un sistema de valores críticos que carecía de un vocabulario adecuado para darse cuenta de la importancia de su obra para el arte contemporáneo. También se enfrenta a todas las dificultades técnicas que implicaban los llamados jointed-schemes: conjuntos de lienzos y murales interrelacionados pensados para que ocupen un espacio particular o para que funcionen como set en una exposición temporal.
La capilla en Houston es el testigo remoto de este proyecto artístico tan frágil y complejo. El resto se ha vaporizado y sólo quedan pequeños fragmentos desmantelados, tímidas voces que todavía proyectan el eco de su proyecto original y reclaman una revisión. Este sería el caso de las efímeras exposiciones en galerías de arte y el fracaso del proyecto Seagram cuando Rothko determinó que los murales no ocuparían su lugar en el restaurante Four Seasons. En última instancia, la tragedia deRothko es que su proyecto artístico apenas ha dejado constancia presencial, lo que dificulta el tipo de experiencia que el artista quería evocar. Sin duda, sus espacios fueron un reto para el conservador, el galerista, el crítico e incluso el coleccionista que, como Giuseppe Panza, no podía acabar de poseer la experiencia de sus pinturas. Una rareza del arte contemporáneo que prefigura la obra de Dan Flavin, Robert Irwin o James Turrell.
Maqueta de la instalación de los murales Seagram en la Tate Gallery, 1970.
El interés de Rothko por la narrativa del espacio se origina en las exposiciones que realizó a lo largo de los años cincuenta en las galerías de Betty Parsons y Sidney Janis. Éstas se convirtieron en el escenario idóneo para poner en práctica lo que había anunciado en el simposio celebrado en el MoMA en 1951:
Pinto cuadros muy grandes, me doy cuenta de que históricamente la función de pintar grandes cuadros es algo muy ostentoso y pomposo. La razón por la que los pinto, no obstante, es precisamente que quiero ser íntimo y humano. Pintar un cuadro pequeño implica colocarse fuera de la experiencia, considerar una experiencia como una vista estereoscópica, o con un vidrio reductor. Sin embargo, si pintas un cuadro más grande, estás dentro de él (1951: 74).
A raíz de estas exposiciones, Rothko propone una noción de proporción y medida que se adecua a la necesidad de crear un ambiente “íntimo” y “humano”; no depende únicamente de la escala monumental de los lienzos, sino que también radica en una cuestión de distancias. Uno de sus principales objetivos consistía en evitar que el espectador retrocediera, alejándose física y anímicamente, para una contemplación pasiva. Por otra parte, trataba de que las condiciones físicas del espacio no fueran muy distintas a las del estudio: si las obras habían sido pintadas en un espacio reducido donde el artista apenas podía alejarse para comprobar su efecto, era necesario recrear la misma sensación de aglomeración. En definitiva, la proporción no atañe únicamente a la cuestión de la escala sino que participa en la elaboración de la experiencia. A través de la proporción, Rothko logra que sus obras ocupen el espacio del espectador quien las sentirá como una presencia en la sala. Rothko se refería a ello con el término the mood que suele traducirse como ambiente o entorno, aunque en el contexto en que el artista lo utiliza también se puede entender como los estados de ánimo del espectador.
En About Rothko Dore Ashton narra la abrumadora sensación al entrar en la Sidney Janis Gallery y sentirse rodeada de una pintura que, como un organismo vivo, intenta atrapar a todo aquél que se le acerque. Ofrece una detallada descripción de la perplejidad del espectador, quien está obligado a ejercer un papel activo en la medida que el artista lo reta continuamente convirtiéndolo en “algo más que un colaborador. El espectador, todavía desorientado, trata de esclarecer sin éxito las nuevas reglas propuestas. Este desafío psicológico es animado por el movimiento, centrípeto y centrífugo, que la pintura genera. En ocasiones parece que quiera mostrar sus cartas, pero en seguida se retrae y se esconde en su misterioso vaivén (2003: 194).
Ashton no llega a precisar si se trata de la exposición de 1955 o la de 1958. Podría parecer un detalle sin importancia en la medida que Rothko procuró generar la misma sensación de aglomeración. No obstante, la exposición de 1958 destaca por ser la primera en mostrar un cambio cromático radical que inaugura el periodo de las llamadas dark paintings. Mediante la brusquedad de este cambio, prefigura una sensación claustrofóbica, que el propio Rothko describió como entrapment (Fischer, 1970: 131) y que caracteriza sus instalaciones murales desde el proyecto Seagram.
En los meses de transición entre las galerías de Betty Parsons y Sidney Janis, Rothko hizo una exposición individual en el Art Institute de Chicago organizada por Katherine Kuh. Las cartas que ambos intercambiaron en 1954 permiten hacer una aproximación más precisa a las sensaciones que Rothko pretendía despertar a través de la pintura. En una carta del 28 de julio, aclara que su concepción del espacio se aleja de los parámetros utilizados por “la historia del arte”, “la astrología”, “el atomismo” y “la multidimensionalidad”. Por esta razón, considera necesario redefinirlo en otros términos más afines que todavía desconoce pero que percibe en sus pinturas: “La cuestión es que no pienso en términos de espacio cuando pinto mis cuadros, y es mejor dejar que encuentre mis propias palabras en el momento adecuado” (1954a: 93).
En otra carta del 25 de septiembre describe el efecto que quiere crear en el espectador en la medida que desempeña un papel fundamental para determinar este espacio que él mismo intuía y no se atrevía a definir. No obstante, para que el efecto fuera operativo, era necesario que el Art Institute de Chicago respetara y siguiera sus directrices. Rothko era consciente de que en los espacios ofrecidos por los museos y las galerías siempre existe el peligro de que los grandes muros blancos se impongan o que la obra parezca excesivamente decorativa. Para salvar esta dificultad, propuso aglomerar las salas de exposición con sus obras. Los lienzos más grandes debían colgarse en las salas más pequeñas para que la primera experiencia del espectador fuera sentirse rodeado por sus pinturas. A su vez, los lienzos debían colgarse ligeramente más bajos para producir la sensación de estar dentro de la obra (1954b: 99-100).
Desde este punto de vista el problema de la definición del espacio en la obra de Rothko adquiere un nuevo matiz. Por una parte, la importancia de los criterios curatoriales suscitan la noción de expertise desarrollada por Yves Michaud –el arte es algo que se practica (2002: 89)–. Por otra parte, también hace referencia a una interpretación en clave metafórica que explora la relación de la pintura de Rothko con la arquitectura: si bien existe una tendencia que estudia esta vinculación a partir de la ventana albertiana, también se puede entender como el estudio del límite entre el espacio ficticio de la pintura y el espacio de la sala de exposición. Esta segunda hipótesis implica que su obra no sea únicamente pintura sino que parte de una base conceptual mucho más compleja, de ahí la dificultad del artista para definirla.
Dore Ashton considera que la retrospectiva en el MoMA organizada por Peter Selz en 1961 es la que mejor transmite el espíritu de Rothko. El artista decidió omitir la obra anterior a 1945, o anterior a las multiforms, y enfatizar la importancia de las obras realizadas en los años cincuenta. Rothko saturó las salas para crear un ambiente íntimo con una iluminación suave que liberaba la luz interior del cuadro. Georgine Oeri, conservadora del Guggenheim, subrayó la intensidad de estos ambientes y el hecho de que el espectador se encontrara continuamente ante una encrucijada cromática, en la que no podría escapar del efecto envolvente de sus pinturas:
Entrar en la exposición era como entrar en un ambiente, tan ineludible e inaprensible. Las salas de exposición estaban interconectadas de tal forma que, en varios, cruces se encontraban los cuadros de gran escala colgados muy cerca unos de otros, sin que tuviera importancia qué dirección se tomara. Cuanto más se diferenciaban, más se parecían; y cuanto más se parecían, más se diferenciaban (Oeri, 1961: 66).
Su apreciación se acerca a la de Willem de Kooning quien describió esta retrospectiva como una casa con muchas mansiones, o a la de Max Kozloff quien se centró en el carácter paradójico de una pintura inmaterial y objetual al mismo tiempo: “Cuanto más invisibles eran las pinturas, más tangibles parecían los murales como si fueran meros objetos” (1961: 149). Fuese como fuese, esta exposición reubicó a Rothko en el marco internacional después de viajar a Londres, Bruselas, Basilea, Roma y París. En ocasión a la exposición en la Whitechapel de Londres, Rothko envió una carta a Bryan Robertson indicando la altura en que debían colgar sus lienzos, describiendo el color de las paredes para que no neutralizaran el efecto de sus obras, así como el grado de iluminación adecuado para liberar el efecto del color sin caer en ambientes “romantizantes” (1961: 145-146).
A partir de la evolución de su noción de espacio, es necesario replantear la importancia de la exposición de 1958 en la Sidney Janis Gallery. Como se ha advertido, se puede interpretar como una prefiguración cromática del proyecto Seagram y como una primera tentativa del proyecto de los jointed-schemes. Para ello, es preciso llevar a cabo un ejercicio imaginativo y tratar de ubicar el efecto que causó el cambio cromático radical que inauguraba el largo periodo de las dark paintings. Los grandes protagonistas fueron el rojo, el marrón, el naranja, el violeta, el negro y el blanco. Mientras que en la exposición de 1955 y la organizada en 1957 en el Contemporary Arts Museum de Houston, todavía predominaban los colores chillones y las combinaciones alegres que tanto habían entusiasmado a la sociedad neoyorquina de los cincuenta.
Esta propuesta más bien trasgresora no escapó al ojo crítico de Dore Ashton, quien explicó el sentido del cambio de registro cromático. Según la autora, responde a la necesidad por parte del artista de alejarse de asociaciones de tipo hedonista al modo de Matisse, aunque era uno de sus referentes pictóricos: “Parece estar diciendo en estas nuevas obras de gran premonición, que nunca pintó Luxe, calme et volupté, ¡si sólo lo hubiéramos sabido! La mayoría de estas pinturas tienen una gran voz trágica” (1958: 403). La crítica de Ashton parece ofrecer una respuesta directa a “‘American-Type’ Painting” de Greenberg donde se explicitaba esta vinculación colorista con el hedonismo. Éste consideraba que la obra de Rothko era la más cercana al público debido a la cálida sensualidad de sus colores y al hecho de que era fácil reconocer sus fuentes y la horizontalidad de sus rectángulos recordaban al paisaje (1955: 232). Ashton también se muestra crítica con la asociación en clave greenbergiana de la color-field painting. Las nuevas obras de Rothko enfatizaban su rechazo del plano pictórico mediante un uso complejo del tono del color: los negros, los rojos y los morados nunca acababan de ser negros, ni rojos, ni morados. Esta característica la llevó a describir el espacio pictórico como el escenario de un drama interior (1958: 404).
Es necesario añadir que Rothko logra un efecto envolvente mediante el uso del modelo de la repetición que puso en práctica desde sus primeras multiforms. Este recurso permite discernir la más mínima variación cromática y formal. Asimismo, despertó cierta noción de serie que ha sido altamente discutida. Se suele interpretar a partir de una concurrencia cromática y sus gamas tonales, que acaban conformando la experiencia final del espectador. Siguiendo esta misma línea, Jeffrey Weiss observa como el efecto envolvente de sus pinturas se manifiesta como el reflejo invertido de otro lienzo cercano. No obstante, es en la saturación de las salas cuando el mecanismo de la repetición cobra vida y es más eficaz. Las palabras de Georgine Oeri citadas más arriba adquieren un sentido más rico cuando se contrastan con este recurso.
Estas anécdotas son un ejemplo de cómo el expresionismo abstracto había empezado a disolverse, mientras Nueva York se preparaba para un nuevo cambio en el panorama artístico. No obstante, Rothko siempre se había mostrado reacio a identificarse con esta etiqueta, tal como expresó en el discurso para el Pratt Institute: “No he leído una definición y todavía hoy no sé qué significa. En un artículo reciente me definieron como un action painter. No lo entiendo y no creo que mi obra tenga nada que ver con el expresionismo, abstracto o de cualquier clase. Soy un antiexpresionista” (1958: 128). La definición cada vez menos precisa y más ambigua, la enemistad con Still y Newman y las consecuencias de la muerte de Pollock indican que el Rothko más interesante, el más productivo y el más estimulante, es el que sobrevivió al expresionismo abstracto y el que superó sus barreras formalistas generando un desplazamiento conceptual que reclamaría nuevas vías de aproximación.
En 1958 alquiló un estudio en Bowery street para trabajar en los murales Segram. Halla las palabras para describir la construcción de un espacio compartido con el espectador de una forma literaria cuando en octubre de 1959 Ashton lo visitó en Bowery. Era la primera vez que realizaba una obra interrelacionada para un espacio en particular, lo que ofrecía nuevas posibilidades en la distribución y disposición de los murales que, a su vez, ampliaría e incrementaría la experiencia del espectador. Rothko recreó meticulosamente el espacio del que dispondría con la intención de controlar la luz y, con ella, las experiencias que sus murales suscitaban. Siempre tuvo preferencia por los estudios oscuros y austeros donde se podían dirigir fácilmente los efectos lumínicos, y cuando alquilaba un estudio luminoso tapiaba las ventanas para impedir que la luz natural estropeara su proceso creativo. Ashton entró cuidadosamente en el estudio que parecía un viejo teatro donde sólo se percibía un hilo de luz tenue que le indicaba donde se encontraba su amigo. Cuando Rothko advirtió su presencia exclamó emocionado que había creado un lugar: I have made a place (Ashton, 2003: 155).
Concibió esta noción de espacio a lo largo de ocho meses de intenso trabajo entre 1958 y 1959, cuando tuvo lugar la anécdota de Ashton y el estudio. Rothko había construido un escenario donde ponía en práctica el modelo de repetición y los reflejos cromáticos a los que se refería Jeffrey Weiss; un lugar para la puesta en escena que había ensayado en las galerías de Betty Parsons y Sidney Janis y que, a partir de este momento, sería decisivo para el desarrollo de su trayectoria artística. Se trata de un espacio real, concreto y transitable que se aleja de la ilusión escultórica, asociada a las leyes de la perspectiva, y se presenta como un nuevo recurso formal. Asimismo, denota una connotación volátil, efímera y vaporosa en el sentido más michaudeano del término.
Puesto que el proyecto Seagram fracasó, resulta problemático tratar de definir el lugar que deben ocupar sus murales: ¿sería el estudio de Bowery o una versión ideal del Four Seasons? ¿Sería la sala 18 que le asignó Norman Reid o su actual sede en la Tate Modern? El espacio y el sentido que adquiriría se modificaría en función del lugar escogido: Bowery sería el lugar donde se realizaron, pero ante la ficticia posibilidad de que el estudio se hubiera convertido en museo, sería difícil mantener la misma experiencia. Finalmente, la Tate se ha convertido en la madre adoptiva de unos site-specific que habían perdido su lugar, unas obras huérfanas que, en cierta medida, se pueden comparar con las nonsites de Smithson, tal como proponen Auping y Anfam. Los murales Seagram necesitarían un lugar propio para reproducir la experiencia envolvente que marcó el inicio de este proyecto; un lugar que palpitara con la intensidad del color o que, como las instalaciones de James Turrell, se pudiera tocar con los ojos. En términos de Briony Fer, se trataría de un espacio donde los murales se resistieran a ser colgados teatralmente en las paredes: “Angustiado por el destino del proyecto Seagram, Rothko escribió a William Scott en diciembre de 1959, declarando que ‘realmente no hay lugar para ellos’. ¿En qué clase de lugar podrían estar? O, para Rothko ¿qué clase de lugar podríanser?” (2006: 165).
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