por Efraim Medina Reyes
Una pared es el título del que considero mi primer poema; lo escribí hace veinte años y sin duda, esas apretadas líneas, guardan las razones por las que seguí y sigo escribiendo. El poema (incluido en este volumen) indaga en el misterio que lleva a construir una pared y las terribles consecuencias que tal acto conlleva. En esa primera versión también aludía a los paraísos que se hunden en cada gesto y otras cosas que he olvidado y que cambié a lo largo de estos años hasta encontrar la medida justa para los versos finales que aún conservo en la memoria: A fin de cuentas creo / que lo único que justifica construir una pared / es derribarla algún día.
Derribar paredes (y no soy terrorista ni trabajo en una empresa de demoliciones) es mi oficio. Son paredes estúpidas y hurañas, hechas con lo peor de nosotros mismos: odio, impotencia, temor, avaricia y tantos otros elementos que minan nuestra conciencia y nos amargan. También los mitos, los falsos ídolos que inventamos para llenar nuestra vida vacía hecha de tardes de fútbol y comida chatarra, de telenovelas, revistas y suspiros. De lánguido amor y sobras de sexo, sexo mecánico, funcional, estéril. Desde mi ventana miro otras ventanas, desde mi calle otras calles y me pregunto qué somos. Qué jodida cosa somos todos nosotros: empleados de banco y revistas literarias, soplones y presidentes, abogados y curas, columnistas y payasos, asesinos a sueldo y, por supuesto, escritores... La respuesta es sencilla: MAMÍFEROS. Presuntuosos mamíferos que tragan toneladas de basura, hablan hasta por los codos, cagan, cantan goles ajenos y celebran cumpleaños hasta podrirse sin jamás haber imaginado qué cosa hace que los pájaros canten y zumben las abejas, y que los pajáros rían.
Negar que me importa el destino de este libro sería una tontería; mis nervios están allí, desparramados. Cuando escribo entro en trance y golpeo, con toda la fuerza que soy capaz, mis propios miedos. Los fríos muros que me separan del sujeto que a veces imagino ser y que quizá nunca seré pero aproximarme a él, línea tras línea, me basta. Mi propia vida no creo que le interese a nadie (salvo a las pocas personas, vivas y muertas, que son parte y sangre y nombre y asunto mío). Sin embargo, es mi vida la que produce lo que escribo aunque no esté, como a veces los lectores imaginan, en eso que escribo. Y sí, lo está. Mi vida, mi precaria vida con noches blancas, vibrantes y oscuras... Perdí a mi padre a los seis años (pero mi padre no está muerto, al menos que yo sepa). La tragedia ha destrozado con demasiada frecuencia mi vida, la última vez el 3 de febrero de 1996 cuando un auto fantasma embistió para siempre a mi entrañable amigo Ciro Díaz. Lo menciono ahora porque lo recuerdo cada día y cada día lo quiero más y cuanto más lo quiero más falta me hace.
Lo menciono porque su franca amistad sigue influenciando mi vida y su estilo mis palabras. Él fue la primera persona en leer un borrador de este libro y sus risueños y agudos comentarios me llevaron a eliminar o reescribir buena parte de los poemas aquí reunidos; por eso el libro se cierra con un texto, hasta hoy inédito, que escribí luego de su muerte y que le dará al lector una idea de quién era y qué significó para mí Ciro Díaz.
A mediados de los ochenta aún estudiaba economía y en el morral, junto con los aburridos libros de Lord Maynard Keynes, siempre llevaba una antología de Juan Manuel Roca; incluso me sabía de memoria varios de sus poemas. También por esa época empecé a leer a Emily Dickinson y Cesare Pavese. Entre lectura y lectura fui escribiendo otros textos hasta completar el libro Una pared y otros poemas que en 1985 envié al Concurso Nacional de Poesía ICFES obteniendo el segundo premio y con la emoción de saber que Roca, el más grande poeta colombiano, estaba entre los jurados. El premio me dio confianza al punto que decidí escribir relatos, teatro y dos novelas. A final de los ochenta ya había ganado varios premios de cuento y publicado una de esas novelas. Los poemas jamás dejé de escribirlos y en 1990 Fracaso Editores financió una edición, hecha a mano, de 78 ejemplares de Chupa nena, pero despacio (que un grupo de feministas compró y quemó en una plaza de Cartagena por considerarlo misógino, yo mismo lancé varios ejemplares a la hoguera). Desde esa fecha hasta hoy tuve algunas propuestas para reeditarlo que fracasaron por mis exigencias gráficas (al contrario de ciertos editores pienso que el diseño hace parte del espíritu de un libro). Pistoleros/putas y dementes (Greatest Hits) es la primera de cuatro colecciones de poemas que quisiera publicar en breve tiempo.
En varias entrevistas he dicho que soy el sujeto que inventó la máquina de sumar ceros; es un artefacto muy útil para las noches de insomnio y los suicidios invisibles. El mecanismo que hace funcionar la máquina es muy simple, basta cargarlo con una pinta de whisky y canciones de Tom Waits. Supongo que para quienes nunca han tenido que sumar ceros la sola idea de esta máquina resulte absurda; también cultivar naranjas en Marte o estudiar el sexo de las lombrices ha estado en mis planes. Una salvaje necesidad de expresar lo absurdo e inapropiado que me he sentido siempre es la razón por la que escribo y si recurro esta vez a los poemas es porque para los asuntos más jodidos la prosa no basta. Según los cálculos hechos en esa máquina, el 94.7% de las parejas que habitan este puerco mundo (con todo y sus estaciones espaciales) están con la persona equivocada y en el 87% de los casos el sexo oral y el control de la tele son los grandes líos (lento, veloz, suave, depilada, Ronaldiño o Brad Pitt son dilemas esenciales de la vida en pareja). Sin embargo, los mamíferos sonríen y fingen que todo va bien; y cada mamífero piensa que el otro es un maldito hipócrita que está peor que él. Y cada mamífero quisiera pegarle una buena sacudida a la pareja de su amigo mamífero (no importa si es cien mil veces más fea que la suya, basta que no sea la suya).
La imagen de un viejo cinema sin techo donde mi madre nos llevaba los sábados a ver películas de vaqueros y Kung Fu es una constante en mis sueños. Con mis hermanos jugábamos luego a ser Billy the Kid o Jesse James. Cabalgar el far west o cantar ásperos blues acompañado de un piano son cosas que no descarto hacia el futuro, la primera, en parte, ya la he vivido: hace trece años, en una pelea de bar, un disparo me atravesó el hombro. También en la pierna tengo una cicatriz de bala. Pero no sólo de balaceras se vive, por degracia está también el golf, los pantalones con pinzas y el amor (que igual contagia a los golfistas, babosas y hasta asesinos en serie). Recrear los estragos del amor en los ídolos de nuestra infancia y el odio hacia ciertos deportes me parece una buena razón para escribir poemas.
Los editores dicen que los poemas son un mal negocio y hay que creerles; ellos, los editores, viven de vender libros. No me refiero sólo a los editores colombianos, en otros países pasa lo mismo. Sin embargo, se siguen escribiendo poemas (mucho más que cualquier otro género literario) y día tras día miles de poetas publican un librito (aunque sea de su proprio bolsillo) y se les ve en los eventos literarios, librito en mano, a la caza de posibles lectores. La verdad no me importa si vender poemas es mal o buen negocio; encerrado en aquella calurosa habitación donde empecé a escribirlos no pensaba en eso, no pensaba en nada... sólo en frenar la implacable ansia y las ganas de morir. Los editores y sus pronósticos, las cifras y contratos, los halagos y críticas llegaron mucho después. Cuando tienes que pagar recibos o quieres comprarle un bonito vestido a tu mujer unos cuantos billetes no caen mal; el resto es la demencia cotidiana, el largo y oscuro túnel sin luz al fondo del que nadie podrá salvarte. Los editores hacen lo suyo y en ocasiones poco les importa la calidad del producto, si vende harán de tripas corazón y responderán las críticas con cifras. Vender es el camino más corto a la excelencia y ya sabemos cuántos cretinos venden toneladas de basura y cuántos otros la devoran.
Leyendo a William Blake aprendí que los poemas son algo tan común como las canciones y que una vida sin canciones y sexo oral resulta muy aburrida; leer un poema toma menos tiempo que celebrar un gol y es igual de refrescante para el alma. Aunque la eficacia de un Ferrari o un anillo de diamantes no se discute, el poema sigue siendo un método barato y aconsejable cuando el objetivo es una rubia tetona. Detrás de las bellas y atormentadas canciones de Jim Morrison o Kurt Cobain están sus lecturas de Baudelaire, Rimbaud, Blake y tantos otros poetas. Los poemas no evitan guerras ni curan la gripe pero ayudan a soportarlas. Un jodido buen poema te afina las ideas, mejora tu percepción de la realidad, saca la mugre de tus orejas, te da estilo. No escucho canciones ni leo poemas para descifrar el misterio de la existencia o ganar un viaje a Las Vegas, lo hago para que todo funcione mejor (sin descontar la rubia tetona). Si estás leyendo esta línea o lees la siguiente es asunto tuyo; como la máquina de sumar ceros, todo lo que digo y a lo que me aferro pertenece al vacío porque el destino de un libro jamás estará en manos de quien lo escribe sino de quien lo lee.
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