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La inmigración italiana y el tango


La inmigración italiana y el tango



ucho se ha dicho ya sobre las raíces españolas y negras del tango. En cambio el influjo de la inmigración italiana no ha sido del todo atendido por los estudiosos del tema. ¿Ejercieron los italianos una influencia considerable en la gestación y desarrollo de nuestro género nacional?

Importantes medio gráficos, durante los primeros años del siglo XX, se referían al «italiano acriollado como un famoso cultivador del tango». La crónica de la época ya había notado que ese «tano» sensiblero de la penúltima pieza del conventillo de la esquina, hamacaba al compás de un tango el recuerdo de una calle, de una madre o de un amor que había quedado, para siempre, detrás del océano.



El propio Leopoldo Lugones que había visto en el tango «un reptil de lupanar», en una conferencia en 1913 señalaba: «El suburbio agringado de nuestras ciudades cosmopolitas engendra y esparce por esas tierras a título de danza nacional (el tango) cuando no es sino deshonesta mulata engendrada por las contorsiones del negro y por el acordeón maullante de las trattorías». Ni el acordeón maullante de los italianos, ni Lugones, gozaron de los favores consagratorios del tango. En el lugar del acordeón italiano se aquerenció un pariente alemán (el bandoneón) y en el sitial del poeta cordobés, centro y figura del canon literario y moral de la Buenos Aires de aquellos años, surgieron hombres de una pronunciación francesa más defectuosa, de un latín menos riguroso, pero de almas gigantes y de una poética canyengue y refinada.

Ricardo Ostuni, en su obra Tango, voz cortada de organito se encarga de escudriñar el tema. Allí trae a colación dos opiniones rioplatenses. Una, del ensayista uruguayo Daniel Vidart para quien el injerto de los organitos y de los acordeones venidos de Italia hicieron llorón al tango y abrieron el camino a la elegías con cornudos y minas espiantadas.

La otra opinión proviene de este lado del río: es de Jorge Luis Borges. Él se lamentaba, como recordará el lector, de que el tango perdiera su coraje original en manos de un llanto decadente y hasta inverosímil para un guapo de las orillas de fines de siglo. Borges distinguía, anota Ostuni, un tango criollo y otro «maleado por los gringos».



A continuación, Ostuni advierte que «lo singular de estos juicios es que olvidan que los tangos primitivos, los que exhibían esa felicidad de pelear porque sí nomás y la valentía chocarrera del arrabal —los «tangos pendencieros» según el cuño feliz de Borges— fueron también compuestos en su gran mayoría por los primeros inmigrantes italianos o por sus descendientes».

En rigor de verdad la objeción de Ostuni no alcanza a Borges quien, en su “Evaristo Carriego” destaca irónicamente que los «criollos viejos» que engendraron el tango «se llamaban Bevilacqua, Greco o De Bassi». Apellidos claramente italianos que efectivamente corresponden a los de compositores del tango de antigua data.

Los «tanos» se quedaron en el tango. Algunos de ellos conservaron sus apellidos, otros los acriollaron, incluso también hubo quienes los afrancesaron, pero siempre siguieron firmes tocando, escribiendo y bailando durante el transcurso del siglo.

Habiendo enunciado ya, algunos apellidos italianos que protagonizaron la época de génesis y formación del tango, podemos recordar algunos otros nombres, ya posteriores, que honran el mismo origen.

Amleto Vergiatti, nació en Parma. Supo llamarse Enrique Alvarado, pero fue conocido con un nombre ya querido por todos: Julián Centeya, el hombre gris de Buenos Aires. Llegó con su familia desde Italia. Su padre, periodista anarquista, fue perseguido por sus ideas políticas y decidió viajar a América. Más tarde recordaría el poeta, en su poema “Mi viejo”:

Vino en Conte Rosso
fue un espiro
tres hijos, la mujer, a más un perro
como un tungo tenaz cinchó de tiro
todo se lo aguantó: hasta el destierro.

Luis César Amadori, el prolífico letrista y hombre de cine (e incansablemente envidiado por haber llevado al altar a la bella Zully Moreno) nació en Pescara.

Mario Battistella, comparte el mismo origen. El autor de “Cuartito azul” —entre otros cientos de tangos— había nacido en Verona. De estos pagos era oriundo también uno de los mejores vocalistas de la historia del tango: Alberto Marino, cuyo nombre verdadero era Vicente Marinaro. Como bien destaca Ricardo García Blaya, Marino no sólo trajo su sangre italiana, sino que también trajo con él la influencia de la escuela italiana de canto.

Sabemos que Ignacio Corsini se crió entre Almagro y la Provincia de Buenos Aires, pero lo cierto es que este cantor criollo había nacido en Sicilia, pese a que portaba un apellido oriundo de Italia del norte.

Para no agotar al lector apenas recordaremos que fueron descendientes directos de italianos, los hermanos Julio y Francisco De Caro, Armando y Enrique Santos Discépolo, Vicente Greco, Ernesto Ponzio, Pascual Contursi, Roberto Firpo, Juan Maglio (Pacho), Francisco Canaro, Francisco Lomuto, Carlos Di Sarli, Juan D'Arienzo, Astor Piazzolla, Pedro Maffia, sólo por nombrar caprichosamente algunos.

Más allá de la cercanía con un nacimiento familiar en la península itálica, la sangre italiana inunda la historia del tango. La sola mención de los apellidos corrobora el juicio: Francini, Pugliese, Manzione Prestera (apellido de Homero Manzi), Biagi, Ruggiero, De Angelis, D'Agostino, y un largo etcétera.

Numerosas son las letras de tango inspiradas en el inmigrante italiano y su mundo. Revisemos algunas:

Con el codo en la mesa mugrienta
y la vista clavada en el suelo,
piensa el tano Domingo Polenta
en el drama de su inmigración.
Y en la sucia cantina que canta
la nostalgia del viejo paese
desafina su ronca garganta
ya curtida de vino carlón.

Los versos son de Nicolás Olivari y pertenecen al tango “La violeta” escrito en 1930. En él, se narra el drama que llegaba “encerrado en la panza de un buque”. Sigue cantando el poeta:

Canzoneta de pago lejano
que idealiza la sucia taberna
y que brilla en los ojos del tano
con la perla de algún lagrimón...
La aprendió cuando vino con otros
encerrado en la panza de un buque,
y es con ella, metiendo batuque,
que consuela su desilusión.

LTambién se ocupó el tango del tema del ascenso social del inmigrante y el sueño del hijo profesional. En 1930, se conoció esta obra que luego grabó Carlos Gardel. La pieza, de Guillermo Del Ciancio se llama “Giuseppe el zapatero” y describe el asunto, en versos que poco honran la letrística tanguera, pero significan un testimonio de la época:

E tique, tuque, taque,
se pasa todo el día
Giuseppe el zapatero,
alegre remendón;
masticando el toscano
y haciendo economía,
pues quiere que su hijo
estudie de doctor.

El lugar que encontró el «tano» para meditar sobre su pena fue el cafetín, ese reducto sórdido y gris al que aluden numerosas obras.

Cátulo Castillo por ejemplo, en su tango “La cantina”, puso de música una tarantela que alegró un barco, pero hizo a su tango, profundamente triste:

Se ha dormido entre jarcias la luna,
llora un tango su verso tristón,
y entre un poco de viento y espuma
llega el eco fatal de tu voz.
Tarantela del barco italiano
la cantina se ha puesto feliz,
pero siento que llora lejano
tu recuerdo vestido de gris.

Su papá, José González Castillo, había recordado en “Aquella cantina de la ribera” en 1926, la desdicha del amor perdido detrás del océano:

Pero hay en las noches de aquella cantina
como un pincelazo de azul en el gris,
la alegre figura de una ragazzina
más breve y ardiente que el ron y que el gin.

En los versos del gran Homero Expósito retorna en 1947 la imagen poética del barco, el lirismo de la pena asfixiante del pasado y la distancia. Recuerdos del hombre que ahoga sus penas en el vaho del alcohol de un... “Cafetín” (1947):

Bajo el gris
de la luna madura
se pierde la oscura
figura de un barco.
Y al matiz
de un farol escarlata
las aguas del Plata
parecen un charco.
¡Qué amargura
la de estar de este lado
sabiendo que enfrente
nos llama el pasado!...
Cafetín,
en tu vaso de vino
disuelvo el destino
que olvido por ti...

En síntesis, los inmigrantes italianos y sus descendientes asumieron desde los inicios del tango una presencia notoria. Sus problemas, la exclusión de la que fueron víctimas, sus angustias, sus fracasos, decantaron en poesía y en música.

En palabras de Ernesto Sabato, discriminar hasta qué punto los criollos se italianizaron o los italianos se acriollaron, no es fácil, y resulta una tarea bizantina.

Cantaron la angustia de la patria lejana, de la infancia perdida. Cantaron el desgarramiento del amor distante, de eso que se fue para siempre.

El tango, como tantas otras manifestaciones culturales, sociales y políticas de nuestro país, le debe mucho a nuestros ancestros «tanos».

Elaborado por Oscar Perez

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