LA ESCENA DE SEXO EN IT COMPLETA - LA ORGIA DEL CLUB DE LOS PERDEDORES
Uno de los momentos más fuertes del libro es posterior a la derrota de Pennywise a manos del grupo de los perdedores. Los niños buscan el camino para poder salir de las cloacas. Sin poder encontrar una salida, los jóvenes comienzan a estresarse y tener miedo de quedarse atrapados en dicho lugar putrefacto. Beverly, la única niña del grupo, idea una forma de calmarlos llevándolos a la etapa de la adultez, en donde uno por uno, Bev tenía relaciones sexuales con los niños.
Posterior al encuentro sexual y ya calmados, el grupo pudo encontrar la salida. De acuerdo con el autor Stephen King, la etapa del ser humano cambia de niñez a adultez cuando una persona experimenta el encuentro sexual.
FRAGMENTO LA ORGIA DEL CLUB DE LOS PERDEDORES
Mas el primero en venir, porque es el más asustado. Viene a ella, no como su amigo del verano, ni como su pasajero amante actual, sino como habría acudido a su madre sólo tres o cuatro años antes: para recibir consuelo; no se aparta de su suave desnudez; en un principio ni siquiera parece sentirla. Está temblando y, aunque ella lo abraza, la oscuridad es tan perfecta que no puede verlo ni aun a esa distancia. Aparte del duro yeso, es como abrazar a un fantasma.
—¿Qué quieres? —le pregunta él.
—Tienes que poner tu cosa dentro de mí —dice ella.
Él trata de apartarse, pero Beverly lo retiene hasta que se entrega. Ha oído que alguien (Ben, probablemente) ahogaba una exclamación.
—No puedo hacer eso, Bevvie. No sé cómo.
—Creo que es fácil. Pero tendrás que desnudarte. —Piensa en lo intrincado de separar yeso y camisa para luego volver a reunirlos y se corrige—. Los pantalones, al menos.
—¡No, no puedo!
Pero ella piensa que una parte de él puede y quiere, porque ha dejado de temblar y algo pequeño, duro, se le aprieta contra el vientre.
—Puedes —asegura, y lo obliga a tenderse.
Bajo su espalda y sus piernas desnudas, la superficie está firme, arcillosa, seca. El distante tronar del agua resulta tranquilizador como un arrullo, Lo busca. Por un momento se interpone la cara de su padre, áspera severa.
(quiero ver si estás intacta)
pero ella rodea con los brazos el cuello de Eddie, apoya su mejilla suave contra la otra mejilla suave y, mientras él le toca los pechos con timidez, suspira y, piensa, por vez primera: Este es Eddie. Y recuerda un día de julio (¿puede haber sido solo el mes pasado?) en que ninguno de los otros se había presentado en Los Barrens, sólo Eddie, con un montón de revistas de La Pequeña Lulú y habían pasado leyendo juntos la mayor parte de la tarde. La pequeña Lulú buscaba moras, se metía en todo tipo de situaciones descabelladas con la bruja Ágata y todo eso. Había sido divertido.
Piensa en pájaros; en especial, en los grajos, los estorninos y los cuervos que vuelven en primavera. Sus manos van al cinturón de Eddie y lo aflojan, aunque él dice otra vez que no puede; ella le responde que puede, ella sabe que puede, y lo que siente no es ya vergüenza ni miedo, sino una especie de triunfo.
—¿Adónde? —pregunta él, y esa cosa dura se le aprieta, urgente, contra la cara interior del muslo.
—Aquí.
—¡Bevvie, me voy a caer encima de ti! —protesta él, y su aliento comienza a silbar dolorosamente.
—Creo que, más o menos, ésa es la idea.
Y ella lo guía con suavidad. Él empuja demasiado deprisa y duele.
—¡Sssss! —aspira ella, mordiéndose el labio inferior, mientras vuelve a pensar en los pájaros, en los pájaros de primavera que se alinean en los tejados de las casas alzando el vuelo al mismo tiempo bajo las nubes de marzo.
—¿Beverly? —susurra él, inseguro—. ¿Estás bien?
—Más lento —indica ella—. Así te será más fácil respirar.
Él obedece. Al cabo de unos momentos su respiración se acelera, pero ella comprende que no le ocurre nada malo.
El dolor desaparece. De pronto él se mueve cada vez más rápido y queda quieto, rígido; emite un sonido, alguna especie de ruido. Ella siente que eso es algo extraordinario y muy especial para el chico, algo así como… volar. Se siente poderosa; experimenta una sensación de triunfo que crece con fuerza dentro de ella. ¿Era eso lo que tanto temía su padre? ¡Pues se entiende! Hay potencia en ese acto, sí, una potencia capaz de romper cadenas que corre por la sangre. No experimenta placer físico, pero sí una especie de éxtasis mental, Percibe la unión. Él apoya la cara contra su cuerpo y ella lo abraza. El chico llora. Lo abraza. Y la parte de él que establecía el vínculo empieza a desvanecerse. No porque se retire, sino, simplemente, porque se empequeñece.
Cuando el peso de Eddie se aparta, ella se incorpora y le toca la cara en la oscuridad.
—¿Lo hiciste?
—¿Qué cosa?
—¿Qué quieres? —le pregunta él.
—Tienes que poner tu cosa dentro de mí —dice ella.
Él trata de apartarse, pero Beverly lo retiene hasta que se entrega. Ha oído que alguien (Ben, probablemente) ahogaba una exclamación.
—No puedo hacer eso, Bevvie. No sé cómo.
—Creo que es fácil. Pero tendrás que desnudarte. —Piensa en lo intrincado de separar yeso y camisa para luego volver a reunirlos y se corrige—. Los pantalones, al menos.
—¡No, no puedo!
Pero ella piensa que una parte de él puede y quiere, porque ha dejado de temblar y algo pequeño, duro, se le aprieta contra el vientre.
—Puedes —asegura, y lo obliga a tenderse.
Bajo su espalda y sus piernas desnudas, la superficie está firme, arcillosa, seca. El distante tronar del agua resulta tranquilizador como un arrullo, Lo busca. Por un momento se interpone la cara de su padre, áspera severa.
(quiero ver si estás intacta)
pero ella rodea con los brazos el cuello de Eddie, apoya su mejilla suave contra la otra mejilla suave y, mientras él le toca los pechos con timidez, suspira y, piensa, por vez primera: Este es Eddie. Y recuerda un día de julio (¿puede haber sido solo el mes pasado?) en que ninguno de los otros se había presentado en Los Barrens, sólo Eddie, con un montón de revistas de La Pequeña Lulú y habían pasado leyendo juntos la mayor parte de la tarde. La pequeña Lulú buscaba moras, se metía en todo tipo de situaciones descabelladas con la bruja Ágata y todo eso. Había sido divertido.
Piensa en pájaros; en especial, en los grajos, los estorninos y los cuervos que vuelven en primavera. Sus manos van al cinturón de Eddie y lo aflojan, aunque él dice otra vez que no puede; ella le responde que puede, ella sabe que puede, y lo que siente no es ya vergüenza ni miedo, sino una especie de triunfo.
—¿Adónde? —pregunta él, y esa cosa dura se le aprieta, urgente, contra la cara interior del muslo.
—Aquí.
—¡Bevvie, me voy a caer encima de ti! —protesta él, y su aliento comienza a silbar dolorosamente.
—Creo que, más o menos, ésa es la idea.
Y ella lo guía con suavidad. Él empuja demasiado deprisa y duele.
—¡Sssss! —aspira ella, mordiéndose el labio inferior, mientras vuelve a pensar en los pájaros, en los pájaros de primavera que se alinean en los tejados de las casas alzando el vuelo al mismo tiempo bajo las nubes de marzo.
—¿Beverly? —susurra él, inseguro—. ¿Estás bien?
—Más lento —indica ella—. Así te será más fácil respirar.
Él obedece. Al cabo de unos momentos su respiración se acelera, pero ella comprende que no le ocurre nada malo.
El dolor desaparece. De pronto él se mueve cada vez más rápido y queda quieto, rígido; emite un sonido, alguna especie de ruido. Ella siente que eso es algo extraordinario y muy especial para el chico, algo así como… volar. Se siente poderosa; experimenta una sensación de triunfo que crece con fuerza dentro de ella. ¿Era eso lo que tanto temía su padre? ¡Pues se entiende! Hay potencia en ese acto, sí, una potencia capaz de romper cadenas que corre por la sangre. No experimenta placer físico, pero sí una especie de éxtasis mental, Percibe la unión. Él apoya la cara contra su cuerpo y ella lo abraza. El chico llora. Lo abraza. Y la parte de él que establecía el vínculo empieza a desvanecerse. No porque se retire, sino, simplemente, porque se empequeñece.
Cuando el peso de Eddie se aparta, ella se incorpora y le toca la cara en la oscuridad.
—¿Lo hiciste?
—¿Qué cosa?
—Lo que sea. No lo sé muy bien.
Él sacude la cabeza; Beverly lo sabe porque tiene una mano apoyada contra su mejilla.
—No creo que haya sido exactamente como…, bueno, como dicen los chicos más grandes, ya me entiendes. Pero fue…, realmente hubo algo. —Habla en voz baja para que los otros no oigan—. Te amo, Bevvie.
En ese punto, su conciencia se pierde un poco. Está segura de que hay más conversación, en parte en susurros, en parte en voz alta, pero no recuerda qué se dicen. No importa. ¿Tendrá que convencerlos a todos, una y otra vez? Probablemente sí. Pero no importa. Es preciso convencerlos para que acepten eso, ese vínculo humano esencial entre el mundo y el infinito, el único sitio en donde el torrente sanguíneo toca la eternidad. No importa. Lo que importa es el amor y el deseo. Aquí, en la oscuridad, se puede hacer como en cualquier otra parte. Quizá mejor que en muchas otras.
Mike viene a ella; después, Richie, y el acto se repite. Ahora Beverly siente algún placer, un difuso calor en su sexo infantil, aún no maduro. Cierra los ojos cuando Stan viene a ella y piensa en los pájaros, la primavera y los pájaros, y los ve una y otra vez, todos posándose al mismo tiempo, colmando los árboles despojados por el invierno, jinetes del borde ambulante de la estación más cruda, los ve alzar el vuelo una y otra vez, y el aleteo es como el flameo de las sábanas en la cuerda. Y piensa: Dentro de un mes, todos los niños del parque Derry tendrán cometas y correrán para que los cordeles no se enreden entre sí. Vuelve a pensar: Así es volar.
Con Stan, como con los otros, experimenta ese melancólico momento de desvanecimiento, de abandono, mientras que cuanto verdaderamente necesitan de ese acto, algo definitivo, está muy cerca, pero aún no lo han descubierto.
—¿Lo has hecho? —vuelve a preguntar.
Aunque no sabe exactamente a qué se refiere, sabe que él no lo ha hecho.
Hay una larga pausa. Luego, Ben llega a ella.
Tiembla de pies a cabeza, pero no es el temblor temeroso que encontró en Stan.
—No puedo hacerlo, Beverly —dice él, tratando de que su tono suene a razonable, aunque suena a cualquier cosa menos a eso.
—Tú también puedes. Lo siento.
Y lo siente, sí. Hay más de esa dureza, más de él. Beverly lo siente bajo la suave presión de aquella barriga. El tamaño de su pene le despierta cierta curiosidad y toca levemente el bulto. Él suelta una queja contra su cuello; el soplo de su aliento le pone el cuerpo desnudo de carne de gallina. Experimenta la primera torsión de calor auténtico; de pronto, su sentimiento es demasiado grande; lo reconoce demasiado grande
(y también su pene es demasiado grande, ¿podrá recibirlo en ella?)
y demasiado adulto para ella, como si el sentimiento calzara botas. Es como los M-80 de Henry: algo que no se hizo para los chicos, algo que puede estallarte en las manos y hacerla pedazos a una. Pero no es momento ni lugar para preocuparse. Allí hay amor, deseo y la oscuridad. Si no tratan de alcanzar las dos primeras cosas, sin duda se quedarán en la última.
—Beverly, no…
—Sí.
—Yo…
—Enséñame a volar —dice ella, con una calma que no siente, notando, por la cálida humedad apoyada en su cuello, que él se ha echado a llorar—. Enséñame, Ben.
—No…
—Si tú escribiste el poema, enséñame. Tócame el pelo si quieres, Ben. Adelante.
—Yo, Beverly…, yo…
Eso ya no es temblar: parece sacudirse de pies a cabeza. Pero ella percibe otra vez que esa fiebre no es toda miedo. Parte de ella es precursora de la convulsión que constituye la médula de ese acto. Piensa en
(los pájaros)
su cara, su cara seria, dulce, querida, y sabe que eso no es miedo: lo que él siente es deseo, un deseo profundo y apasionado que apenas puede contener, y ella vuelve a experimentar esa sensación de poder, de algo parecido a volar, como mirar desde arriba y ver todos los pájaros en los tejados, en la antena del bar de Wally, de ver las calles como en un mapa, oh, deseo, sí, esto era algo, eran el amor y el deseo los que enseñaban a volar.
—¡Ben…! ¡Sí, así…! —exclama súbitamente.
Y el himen se rompe.
Duele otra vez y por un momento Beverly tiene la atemorizante sensación de ser aplastada. Luego él se levanta sobre la palma de las manos y la sensación desaparece.
Es grande, oh, sí. Ben vuelve a penetrarla y el dolor es mucho más profundo que cuando Eddie estuvo allí. Ella tiene que morderse otra vez los labios y pensar en los pájaros hasta que el dolor desaparece. Pero se va y entonces puede estirar la mano y tocar los labios de Ben con un dedo y él gime.
Él vuelve a embestirla y ella siente que el poder pasa súbitamente a él; lo entrega de buen grado y lo acompaña. Primero tiene la sensación de ser mecida, de una deliciosa dulzura en espiral que la hace girar la cabeza de lado a lado, indefensa. De sus labios cerrados brota un zumbido sin música, esto es volar, esto, oh amor, oh deseo, oh esto es algo imposible de negar, vínculo, entrega, un círculo más fuerte, vínculo, entrega…, vuelo.
—Oh, Ben, oh, querido mío, sí… —susurra, mientras el sudor le perla la cara y siente el vínculo, algo firmemente en su sitio, algo así como la eternidad, el número 8 puesto de lado—. Te quiero tanto, querido…
Y siente que eso comienza a pasar, algo de lo que las chicas que murmuran sobre sexo en el baño no tienen idea, hasta donde ella puede decirlo; ellas sólo se escandalizan de lo asqueroso que ha de ser el sexo y Beverly comprende ahora que, para casi todas, el sexo ha de ser un monstruo no aprehendido, indefinido; se refieren al acto llamándolo Eso. ¿Harías Eso? Tu madre y tu padre ¿todavía hacen Eso? ¿Tu hermana hace Eso con su novio? Y aseguran que ellas no piensan hacer Eso jamás. Oh, sí, cualquiera pensaría que todas las chicas del quinto curso son futuras solteronas y Beverly comprende que ninguna de ellas puede imaginar esa…, esa plenitud. Si no grita, es sólo porque los otros, al oírla, se asustarían. Se lleva la mano a la boca y muerde con fuerza. Ahora comprende mejor las risas chillonas de Greta Bowie, Sally Mueller y las otras. ¿Acaso ellos siete no han pasado la mayor parte de ese verano, el más largo y terrible de sus vidas, riendo como chiflados? Uno ríe porque lo que da miedo, lo desconocido, es también lo que divierte. Uno ríe tal como los niños suelen reír y llorar al mismo tiempo cuando se acerca un payaso haciendo cabriolas, sabiendo que es divertido…, pero también algo desconocido, lleno del poder eterno de lo desconocido.
Con morderse la mano no logra ahogar el grito. Sólo puede tranquilizar a los otros —y a Ben— gritando su afirmación en la oscuridad.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Imágenes gloriosas de vuelo le llenan la cabeza mezcladas con el áspero reclamo de los grajos y los estorninos. Esos ruidos se convierten en la música más dulce del mundo.
Y Beverly vuela, vuela muy alto. Ahora el poder no está en ella ni en él, sino entre ambos, y él también grita y ella siente que le tiemblan los brazos. Entonces se arquea hacia arriba, hacia él, percibiendo su espasmo, su profundo contacto, esa fugaz intimidad total con ella en la oscuridad. Juntos irrumpen en los fuegos vitales.
Entonces todo termina y quedan abrazados. Cuando él trata de decir algo, quizá alguna estúpida disculpa que estropee lo que ella recuerda, alguna estúpida disculpa como un golpe de puño, ella lo interrumpe con un beso y lo despide.
Bill viene hacia ella.
Trata de decir algo, pero su tartamudeo es casi absoluto.
—Calla —dice ella, ya segura en su nueva sabiduría, pero notándose cansada. Cansada y muy dolorida. Tiene los muslos pegajosos, tal vez porque Ben terminó de verdad o porque está sangrando—. Todo saldrá perfectamente.
—¿S-s-eg-segura?
—Sí —afirma ella y entrelaza las manos tras el cuello de él papándole el pelo sudoroso y apelmazado—. Bien segura.
—¿E-e-ees… est-t-t esto… e-e-e?
—Chisssst…
No es como con Ben; hay pasión, pero no de la misma clase. Estar con Bill es la mejor conclusión posible. Es bueno, tierno, casi sereno. Ella siente su ansiedad, pero atemperada, refrenada por su preocupación por ella, tal vez porque sólo Bill y ella misma comprenden lo grandioso de ese acto, tanto que jamás deberán mencionarlo, a nadie, ni siquiera entre sí.
Al final, la dulce penetración de Bill la toma por sorpresa. Tiene tiempo de pensar. Oh, va a ocurrir otra vez y no sé si puedo soportarlo…
Pero aquella total dulzura barre con sus pensamientos. Apenas lo oye susurrar:
—Te amo, Bev, te amo. Te amaré siempre. —Una y otra vez, sin tartamudear en absoluto.
Ella lo estrecha contra sí, y, por un momento, así quedan, la suave mejilla de Bill apoyada contra la suya.
Él se retira sin decir nada. Por un momento queda sola, reuniendo sus ropas para vestirse lentamente, afectada de un dolor sordo, palpitante, del que ellos, por ser varones, jamás tendrán noticias. Siente también cierto placer exhausto y el alivio de que todo haya terminado. Ahora siente cierto vacío en la allá abajo y, aunque se alegra de que su sexo haya vuelto a ser suyo, esa vacuidad le provoca una extraña melancolía que jamás podrá expresar, excepto pensando en árboles desnudos bajo un blanco cielo de invierno, en árboles vacíos que esperan a los pájaros, como sacerdotes que presiden la muerte de la nieve.
(Esta parte no se puso en la película de IT(Eso) está en el libro en EL RITO DE CHUD)
no doctor, no quiero tomar paracetamol
ResponderEliminarSe mamo
ResponderEliminarObviamente poner esa parte en las películas de it hubiera sido muy fuerte. Es fuerte de leer, sería más fuerte de ver.
ResponderEliminarSolo es fuerte porque son menores de edad, pero si no lo fueran estaría en la película, aunque no tendría el mismo impacto
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