Aquelarre o Sabbats
El Sabbat, transculturizado a España como Aquelarre (aker=macho cabrío, y larre=campo, en euskera) era el ritual nocturno en el que las brujas rendían culto a Satán, que presidía la ceremonia encarnado, normalmente, en la figura del macho cabrío. En estas reuniones las brujas, generalmente féminas[1], adoraban a Satanás, su amo y señor, al que veneran en términos de esclavitud y con el que mantenían copula carnal; es decir, el objeto de los Aquelarres era rendir culto al Demonio mediante el desenfreno sexual y el exceso de sustancias estupefacientes: los asistentes se entregaban a las orgias, el alcohol, las drogas y las practicas zoofílicas –especialmente con los machos cabríos, bajo la creencia de que éstos eran el propio Satanás-. La leyenda popular sostiene que en estas reuniones tenía lugar la consagración de la hostia negra, el rezo del credo al revés y sacrificios humanos, especialmente de niños, así como ostentosos banquetes de carne humana.
Estos rituales se celebraban las noches de luna llena en lugares apartados de la civilización, de ahí la creencia de que las brujas llevaban a cabo vuelos para desplazarse hasta estos sitios, poder que también era producto del pacto demoniaco.
Desde el punto de vista etimológico, existen dos vertientes sobre el origen de la palabra Sabbat asociado con los rituales de brujería:
El primero de éstos considera que el Sabbat es una parodia del ritual religioso clásico. La palabra Sabbat, procedente del vocablo hebreo shabbat, que significa “descanso”, era el nombre con el que la tradición judía designaba el séptimo día, día sagrado y de descanso. Partiendo de esta base, se apunta a que el Sabbat de las brujas es una copia inversa del ritual judío –y posteriormente cristiano-, donde Satán pasa a ocupar la posición de Dios y la comunión es sustituida por el sacrificio real de una vida; pero no se realizaban actos propiamente de magia –denominados Esbat-.
Para la otra vertiente, el nombre Sabbat hace referencia al dios frigio y tracio Sabazios que los romanos asimilaron con Baco/Dionisos. Esta última vertiente es la que nos permite acercarnos al origen antropológico de la celebración de los Aquelarres.
Los tracios, como los frigios, durante el solsticio de invierno celebraban una fiesta en honor a Baco. Tal como expone Hermann Steuding en Mitología griega y romana, en éstas, las mujeres danzaban desenfrenadamente, de un modo salvaje. El consumo de bebidas alcohólicas, especialmente vino, provocaban la disipación mental de las mujeres y las conducía a estados de éxtasis durante el transcurso del cual creían unirse físicamente a Baco e imaginaban que sus almas se desprendían de sus cuerpos debido a la fuerza de sus plegarias y se mezclaban con espíritus o con el mismo dios, que entraba en sus cuerpos saturándolas de su esencia. La leyenda nos habla de tres grupos diferenciados: las bacantes, las ménades y las thiadas, que se pueden encontrar en los clásicos griegos como Las Bacantes[2] de Eurípides o Penteo[3], de Esquilo.
Un texto escrito originariamente en griego, del que se desconoce el título, dice:
“Evohé! evohé! van gritando las dulces ménades nada más entrar en la vieja ciudad de Tebas. Sus voces sacuden todos los rincones de la ciudad aunque las piedras, conocedoras, apenas las hayan mirado al pasar. Vienen envueltas en sutiles sedas, insolentes y extravagantes, desde el Asia dicen algunos, como apsaras exiliadas que recorren la Hélade tras ese irresistible dios de melena larga y perfumada y de rostro lascivo que viene ofreciendo un nuevo –pero al tiempo primitivo- orden. Evohé! gritan, evohé! Y el dios las hechiza extrayendo de sus cañas melodías de sutil armonía a la vez que el sol hace brillar los rizos del portador del tirso. Quizá sea inocencia, o quizá porque al fin y al cabo tampoco les hayan contado, pero son las mujeres más jóvenes quienes primero han tratado de imitar a las bellas ninfas comprando sus mismos perfumes y sandalias, sus lápices de labios. Sin pudor, ciñen ahora sus pechos, se tatúan sus insólitos signos, lucen la novedad de sus vestidos y reproducen sus voces, sus extrañas palabras, su andar alegre y despreocupado, sus poses y gestos seductores, en un delirio litúrgico cebado de símbolos cuyo peligroso y cautivador significado desconocen.
Y las piedras callan.
Y las piedras callan.
Será otra vez él, una vez más él y no las ménades, quién terminará seduciendo a las mujeres, invitándolas a seguirlo, a todas, sin importar edad o clase. Dionisos lo llaman sus ninfas, dios imperfecto en su condición mundana y extranjera –y por la misma condición exótico y apetecido-. Ceñidos de hiedra sus rubios cabellos y envuelto en su manto de piel de corzo, liba el rojo vino y después agita vanidoso la copa, la arroja y besa con pasión el aulós para hacerlo cantar, como si éste encarnara a la misma Euterpe. Y ellas, todas las hembras, cautivadas, han abandonado tras él la ciudad, aborreciendo simultáneamente las normas, el tedio, la clausura doméstica, la tarea, el compromiso. Acuden al aquelarre, a la orgía, al bosque, van llegando al prado donde resuenan ya los tambores, sonidos repetidos, obsesivos, densos, ritmos que las van sumiendo en el trance, en la sincronización. Se despojarán de sus ropas y danzarán entonces, danzarán sensuales, lascivas y beberán elixires, hidromiel y libaran el vino hasta la extenuación junto a las enloquecidas ménades y el dios, se entregarán con desorden a la lujuria, lejos ya de los principios, de lo fundado, lejos del yugo de la civilización y de los hombres, gritarán de gozo, de rabia, de angustia y devorarán libres, ya en el éxtasis, la carne cruda y aún caliente del humeante carnero recién descuartizado con las propias manos.”
En España existen varios lugares conocidos por ser sede de los Aquelarres:
- Amboto (Vizcaya, País Vasco)
- Campo de las Varillas, (Castro-Urdiales, Cantabria)
- Cueva de Salamanca (Salamanca)
- Cuevas de Zugarramurdi (Navarra)
- La Veiga’l Palu, (Asturias)
- Macizo de Anaga (Tenerife, Canarias)
- Playa de Coiro (Cangas do Morrazo, Pontevedra)
- Caboalles de Arriba, (Laciana, León)
no han sobrevivido pruebas de que estas reuniones realmente se hayan realizado. No obstante, y de seguir con la teoría que insiste en la veracidad de este tipo de sabbats o aquelarres, su época de apogeo parece haber tenido lugar entre fines de la Edad Media hasta el siglo XVIII.
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