CRÍTICA: “WHIPLASH” O UN DUELO DE TITANES AL RITMO DE JAZZ
Andrew (Miles Teller) es un joven músico, obsesionado con convertirse en el mejor baterista de jazz. Para conseguirlo, ingresa al mejor conservatorio del país, con la intención de integrar la banda de Fletcher (J. K. Simmons), el profesor más prestigioso y exigente del lugar. Esa es la premisa con la que arranca esta cinta. Pero si estaban buscando una película sobre jazz o la típica cinta inspiradora del profesor y alumno, pues se equivocaron de película.
La mejor forma de entender la grandeza de “Whiplash” es considerarla una película de lucha. Es una guerra entre dos rivales irreconciliables, pero también una lucha de cada uno consigo mismo, una interminable batalla guiada por la búsqueda frenética de la perfección. Ambos personajes comparten la misma obsesión y batallan contra los mismos demonios internos, y es por eso que chocan desde el primer momento. Flether es capaz de reconocer en Andrew un talento interesante, pero desde su filosofía, la única forma de que alguien alcance su verdadero potencial es presionándolo al máximo, llevándolo al límite sin darle un segundo de respiro o relajamiento. O, al menos, así es como justifica su comportamiento.
Andrew, por su parte, solo tiene en mente convertirse en el mejor, sin importar lo que tenga que sacrificar en el camino para conseguirlo: su familia, su vida social, su relación amorosa, su propio cuerpo que empieza a sufrir los daños del arduo trabajo. Dos personalidades tan obstinadas, dominadas por una obsesión tan grande, solo podían terminar colisionando en un clímax tan explosivo como el que ofrece la película.
Pero para llegar a eso, la película nos prepara en un crescendo constante que incluso pone a prueba la comodidad del espectador.
No es precisamente una cinta de música, como mencioné antes, pero la batería sí tiene un rol protagónico en la sucesión de eventos.Los golpes de tambor, ese martilleo constante, cada vez más fuerte e intenso, que hace saltar el corazón y hiere las manos del percusionista hasta hacerlas sangrar, son la metáfora perfecta de lo que está aconteciendo en la película y al interior de los personajes. Esta relación de lucha constante se ve reflejada en un martilleo interminable de dar y recibir golpes. Y a medida que el ritmo va creciendo, que los golpes se van haciendo más intensos y los ensayos más duros, así también va en aumento el ritmo de la película, los golpes (literal y simbólicamente) que se dan mutuamente Fletcher y Andrew, y lo duro que resulta para cada personaje el no poder alcanzar la ansiada perfección. No todavía, al menos.
Porque lo más irónico de esta batalla es que ambos personajes se necesitan para llegar a la meta, aunque no lo sepan aún. Sin la constante presión de Fletcher, sin las humillaciones recibidas por parte de su profesor, Andrew se hubiera rendido hace mucho. Es esa necesidad de demostrarle que se equivoca, de callarle la boca, de gritarle en la cara que él es lo suficientemente bueno para ser el titular de la banda lo que lo mantiene centrado en su meta. Y Fletcher necesita que Andrew y cada músico que integra su banda sea el mejor para alcanzar él también la perfección, aunque le cuesta entender que el ego lo está ensordeciendo a la colaboración.
Entonces aparece la sospecha de que toda la filosofía de Fletcher era mentira, solo una excusa para justificar sus métodos y forma de ser que rondan con la psicopatía. Y que todo el esfuerzo de Andrew ha sido innecesario, no porque no tenga talento, sino porque lo dejó solo, dañado y frustrado.
Por eso la secuencia final es extraordinaria: al igual que las grandes películas de lucha y grandes rivalidades, llega la hora del último enfrentamiento, aquel choque épico en el que nacen y mueren las leyendas. Y se da de una manera soberbia, con ataques y contraataques, con golpes directos que parecen mortales y resurgimientos heroicos, para finalmente devenir en una sonrisa de complicidad. Por un instante, los protagonistas dejan de lado el enfrentamiento (ambos han sido ya sobrepasados por él) y dejan que la música sea la que hable por ellos, que fluya, y que por una única vez (en pantalla, al menos), alcancen la tan ansiada perfección al unísono. Y allí es donde la película transciende con su reflexión sobre la naturaleza de la música, de la lucha, del amor, de la superación, de la humanidad y del mismo arte. Porque ninguno de los dos conocía el arte realmente hasta ese momento (creían saber lo que perseguían, pero no): resultó ser algo que los superaba, algo inconmensurable, sublime, visceral y trágico.
Esta era, junto con “Birdman” y “El Gran Hotel Budapest”, mi película favorita del Oscar 2015. Estamos ante tremendo guión (mi favorito también) y una estupenda dirección y edición (la cual fue merecidamente premiada por la Academia). Pero sobre todo ante dos actuaciones descomunales. Tanto el joven Miles Teller como el más experimentado J. K. Simmons llevan a la perfección el ritmo que la película impone y hacen que el contrapunto entre los dos personajes roce la perfección. Estamos, probablemente, ante las mejores actuaciones de sus respectivas carreras, y eso, sobre todo en el caso de Simmons (caserito de Jason Reitman y el inolvidable J. Jonah Jameson de “Spider-Man”), dice bastante.
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