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Mejores cuentos - El mendigo de almas Giovanni papini

Mejores cuentos                                                                                      

 El mendigo de almas - Giovanni Papini

 

El mendigo de almas

 

Antes de anochecer había gastado las últimas monedas que me quedaban para un café, sin que la tan acostumbrada bebida me hubiese dado la inspiración que buscaba, y de la cual tenía urgente necesidad. En esos tiempos padecía de un hambre continua, hambre de pan y de gloria, sin contar con ningún padre ni hermano en el mundo. El director de una revista –un hombrazo pálido y taciturno–, aceptaba mis cuentos cuando no tenía nada mejor que publicar, y todas las veces me daba cincuenta liras, ni más ni menos, sin tomar en cuenta la calidad y la extensión de los textos que le llevaba. Esa tarde de enero el cielo estaba lleno de viento y de campanas –de viento nervioso y gruñón y de campanas horriblemente monótonas–. Había entrado en el gran café –luz blanca, caras soñolientas– y bebí lentamente mi taza, esforzándome por suscitar en mi mente alguna reminiscencia de aventuras curiosas, obstinado en acicatear mi imaginación para que inventara cualquier historia que me diese de qué vivir unos días. Me urgía escribir esa misma noche un cuento, para llevárselo al director al día siguiente, quien, me daría un adelanto para comer hasta saciarme. Por ello veía acongojado el río de mis pensamientos, listo para atrapar la primera idea, la primera visión adecuada para llenar el montoncito de hojas blancas, ya numeradas, que tenía enfrente.
Transcurrieron así cuatro horas y un cuarto de inútil y nerviosa expectación. Mi alma estaba vacía, lento mi espíritu, mi cerebro cansado. Renunciando a mi empeño, puse sobre la mesa mis últimas monedas, y salí a la calle. En cuanto estuve afuera, una primera frase, repentina, se adueñó de mi espíritu -una frase que había oído en varias ocasiones pero cuyo autor no podía recordar. "Si un hombre cualquiera, de lo más común, quisiera narrar su propia vida, lograría escribir una de las grandes novelas jamás escritas". Durante unos diez minutos dicha frase ocupó y dominó mi mente sin que pudiera obtener ningún provecho. Al hallarme ya cerca de mi casa, me detuve de pronto y me pregunté: "Pero ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué no contar la vida de un hombre, de un hombre real, del primer hombre común que encuentre? Yo no soy un hombre común, y, por añadidura, tantas veces me he narrado a mí mismo, que ya no sabría qué más decir. Es menester hallar ahora mismo, de inmediato, a cualquier hombre, a un desconocido, a un hombre ordinario, y forzarlo a decirme quien es y lo que ha hecho. ¡Esta noche tengo la absoluta necesidad de una vida humana! ¡No quiero pedirle a nadie una limosna en dinero, sino exigir y lograr por la fuerza una biografía como limosna!" Este proyecto era tan sencillo y singular, que decidí ponerlo en práctica sin pérdida de tiempo. Le di la espalda a mi casa y encaminé mis pasos al centro de la ciudad, donde, pese a que ya era tarde, podía encontrar algunos hombres. Y así encaminé mis pasos, como nuevo y extraño mendicante, en busca de la víctima que yo pensaba explotar. Caminaba de prisa, mirando al frente, clavando la mirada en las caras de los transeúntes, con la intención de elegir bien al que debía aplacar mi hambre. Como ladrón nocturno, como asaltante vulgar, me puse a acechar en una encrucijada, esperando a que pasara el hombre cualquiera, el hombre común, al cual implorar la caridad de una confesión.
Al primero en pasar bajo el farol –iba solo y me pareció de mediana edad– no quise detenerlo, porque su rostro, surcado de extrañas arrugas, era demasiado interesante, y yo deseaba llevar a cabo la experiencia en las condiciones menos favorables. Pasó también un jovencito envuelto en un abrigo, pero sus cabellos al aire y sus ojos de adicto al hachís me retuvieron, porque pude adivinar en él a un soñador, a un quimérico, a un alma no muy usual ni común. El tercero en pasar, ya viejo y sin un pelo en la barbilla, iba canturreando una canción española con ritmo de añoranza, que debía recordarle toda una vida llena de sol y de amor, una vida dorada, báquica, meridional. Tampoco él me interesaba, y lo dejé pasar.
Ni yo mismo puedo recordar con precisión la rabia que sentía en aquellos momentos. Imaginad a ese extraño mendigo bandolero, muerto de hambre y excitado, que esperaba en una encrucijada a un hombre desconocido, que ardía en deseos de lanzarse sobre una presa desconocida. Que por un azar absurdo y enfadoso ve que los hombres que pasan no son los que él busca, sino hombres que llevan en la cara los signos de su excepcionalidad y de su existencia poco ordinaria. ¡Qué no hubiese dado en esos momentos por ver frente a mí a uno de aquellos incontables filisteos de caras rojas y tranquilas, semejantes a las de los cerdos jóvenes que me habían asqueado o divertido tantas veces! En esos tiempos era obstinado y animoso, de modo que seguí esperando bajo aquel farol que iluminaba mejor o peor según el caprichoso soplo del viento. Las calles ya estaban desiertas, porque el viento había ahuyentado a los noctámbulos. Sólo algunas sombras apresuradas animaban a la ciudad. Una de tales sombras pasó al fin bajo el farol, y al punto vi que era el hombre que yo aguardaba. Era un hombre ni joven ni viejo, de rostro ni bello ni feo, de ojos tranquilos, con bigotes bien torcidos y envuelto en un grueso gabán en buen estado. Lo dejé pasar y, unos pasos más allá del farol, lo alcancé y lo detuve. El hombre dio un gran salto hacia atrás, espantado; alzó un brazo, para defenderse; pero lo calmé pronto.
–No se asuste usted, se lo suplico, señor –le dije empleando el más melodioso de los tonos–; no soy ladrón, ni asesino; tampoco un mendigo. Bueno, un mendigo sí, pero no pido dinero. Sólo quiero pedirle una cosa, una cosa que nada le costará: la historia de su vida.
El hombre abrió desmesuradamente los ojos y retrocedió de nuevo. Me di cuenta de que estaba pensando que yo estaba loco. De modo que seguí hablando con mucha calma:
–No soy lo que usted cree, señor. No estoy loco. Soy únicamente algo muy parecido; es decir, soy escritor. Mañana debo tener un cuento escrito, el cual me librará del hambre. Sólo deseo que me diga quién es usted y cuál ha sido su vida hasta hoy, a fin de que yo pueda tener un argumento para mi cuento. Tengo una absoluta necesidad de usted, de su confesión, de su vida. No me niegue este favor, no le niegue esta ayuda a un miserable. ¡Usted es la persona que yo buscaba, y con su relato tal vez pueda escribir mi obra maestra!
El hombre pareció conmoverse al oír estas palabras. Me vio finalmente sin temor, con piedad.
–Si lo que usted necesita es que le cuente mi vida, puedo hacerlo sin ninguna dificultad, dado que la mía es muy sencilla. Nací hace treinta y cinco años, de padres acomodados, honestos y bien intencionados. Mi padre era empleado; mi madre disfrutaba de una pequeña renta. Fui el único hijo y, al cumplir seis años, me pusieron en la escuela. A los once terminé la primaria, sin pena ni gloria. A los once entré al gimnasio, a los dieciséis al liceo, a los diecinueve a la universidad, que terminé a los veinticuatro, como siempre, sin dar muestras de gran inteligencia o de estupidez irremediable. Al terminar la carrera, mi madre me consiguió un empleo en los ferrocarriles y me presentó a mi novia. En mi empleo trabajo ocho horas al día, trabajo que sólo requiere un poco de memoria y de paciencia. Cada seis años mi sueldo aumenta automáticamente en doscientas liras. Sé que a los sesenta y cuatro años tendré una pensión de 3,453 liras y dieciséis centésimos. Mi novia me convenía y me casé con ella después de un año de noviazgo. Entre nosotros no han tenido cabida los sentimentalismos inútiles. Iba a visitarla tres veces a la semana, y ese año le llevé dos regalos, en su cumpleaños y en Navidad, y le di dos besos. Me ha dado dos hijos, un varón y una niña. El niño tiene diez años de edad y va a ser ingeniero; la niña tiene nueve y va a ser maestra. Vivo tranquilo, sin sobresaltos ni deseos. Todas las mañanas me levanto a las ocho, y a las nueve de la noche voy a un café, donde hablo de la lluvia y de la nieve, de la guerra y del ministerio con cuatro colegas de la oficina. Y ahora que he satisfecho su curiosidad, permítame irme, porque ya han pasado diez minutos de mi hora de volver a casa.
Después de estas palabras, el hombre pareció dispuesto a marcharse. Yo me quedé, por unos instantes, como trastornado por el terror. Aquella vida monótona, común, en regla, medida y vacía, me llenó de un espanto tan intenso, que estuve a punto de echarme a llorar, de huir. Sin embargo, me quedé ahí todavía. Y pensé: "He aquí al famoso hombre común y corriente, en nombre del cual los médicos austeros nos desprecian y condenan, por considerarnos dementes y degenerados. He aquí al hombre modelo, al hombre tipo, al verdadero héroe de nuestros días, a la pequeña rueda de la gran máquina, a la pequeña piedra de la gran muralla, al hombre que no se nutre de sueños malsanos y de locas fantasías. Este hombre, que yo creía imposible, inexistente e imaginario, es el mismo que tengo enfrente, pavoroso y terrible en la inconsciencia de su incolora felicidad. El hombre no esperó el final de mis pensamientos y empezó a caminar. Aterrorizado aún, pero tenaz, fui tras él para preguntarle:
–Pero ¿realmente no hay nada más en su vida? ¿Nunca le ha ocurrido nada? ¿Nadie ha querido matarlo? ¿Nunca lo ha traicionado su mujer? ¿No lo han perjudicado sus superiores?
–Nada de eso me ha sucedido –respondió con una cortesía levemente forzada–; nada de lo que usted dice. Mi vida ha transcurrido tranquila, igual, sin grandes alegrías, sin grandes penas, sin aventuras…
–¿Sin ninguna aventura, señor –lo interrumpí–, ni siquiera una? Trate de recordar bien, busque en su memoria. Me parece increíble que nunca le haya sucedido nada, jamás, ni siquiera una sola vez. ¡Su vida sería realmente horrible!
–Le aseguro que nunca he tenido una aventura, nunca –respondió el Hombre Común, con un supremo esfuerzo de cortesía–, sino hasta esta noche. Encontrarlo a usted, señor novelista, ha sido mi primera aventura. Si realmente tiene necesidad de una, relate la nuestra.
Y, sin darme tiempo de responder, se marchó, tocándose el ala del sombrero. Me quedé ahí un buen rato, parado en aquel sitio, como dentro de una pesadilla increíble. En la mañana volví a mi cuarto y no escribí el cuento. Desde esa noche no he podido volver a reírme de los hombres comunes.
NARRADOR, POETA, ENSAYISTA, polémico y aguerrido animador de la cultura italiana de principios del siglo XX; corrosivo crítico de la sociedad humana, de la idiotez y la hipocresía, Papini se ganó a pulso el odio de sus incontables detractores y el respeto de sus también incontables partidarios en Italia y en el extranjero. Nunca cejó en poner en tela de juicio los valores y los dogmas de la sociedad de su tiempo, a la que siempre vio con amargo escepticismo. Como narrador, nadie discute su valiosa aportación a la literatura fantástica. En su prólogo para El espejo que huye, Jorge Luis Borges dice: "Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, me comporté en la más sagaz de las maneras. El olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria. Como quiera que sea, quiero referir una experiencia personal. Ahora, al releer esas páginas tan remotas, descubro en ellas, atónito y agradecido, fábulas que creí estar inventando y que he reelaborado a mi modo en otros puntos del espacio y del tiempo. Aún más importante ha sido descubrir el idéntico ambiente de mis ficciones."
Giovanni Papini nació en Florencia en 1881; murió en su ciudad natal en 1956. Entre otras, fue fundador de la revista literaria "Leonardo" (1903), desde la cual entabló la batalla en contra del academicismo de la cultura oficial. En 1906 dio a la imprenta Lo trágico cotidiano y, en 1907, El piloto ciego, con cuentos que consideró "metafísicos". De entre sus 45 libros, sobresalen Un hombre acabadoGogEl libro negroEl crepúsculo de los filósofosHistoria de Cristo y El Diablo. LC

Elaborado por Oscar Perez

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